Foto | Tomada de Foto tomada www.libertaddigital.com | LA PATRIA
No tengo idea hasta qué generación le tocó ver en los teatros cómo se pasaba de un rollo de la película a otro. Otros decían que eran latas. Uno estaba pegado de la pantalla, inmerso en lo que pasaba y de pronto salían esas imágenes de tres, dos, uno y la imagen desaparecía. Prendían la luz porque se estaba cambiando el rollo.
Era parte normal del plan de ir a ver cualquier película. Hoy a eso lo llamarían una pausa activa, pero en esa época era la oportunidad para comentar las escenas, para especular en qué terminaría o para ir a la cafetería o al baño.
Estaba yo niño -en la república independiente de Pensilvania- y existía entonces en lo que era el Club Pensilvania un lugar dispuesto como teatro. Era una casa esquinera en la Plaza, al lado de la Alcaldía, y el bien lo administraba don Bernardo Gutiérrez, personaje del que se dice llevó el cine al municipio con don Alberto Escobar, dato que no tengo confirmado.
Pero lo que quería contar es un recuerdo. Además de ser el lugar para exhibir películas, en ese Club Pensilvania vendían dulces y helados. Algunos de los palitos de los helados tenían marcado un puntaje y cuando se sumaban los suficientes, no tengo idea cuántos, permitían que uno fuera a ver un rollo de la película que daban pasado el mediodía en temporada de vacaciones. Así, uno podía ver una película por tandas: el lunes el primer rollo, el martes el segundo y el miércoles el tercero.
Esto suena muy extraño seguramente para quienes hoy del cine solo conocen Netflix, pero era chévere la ansiedad de saber qué seguía en la película. Uno por la tarde se iba con los amigos a las calles a jugar lo que aventuraba como un final, así al día siguiente no coincidiera. Sucedía sobre todo con las películas de vaqueros y de luchadores mexicanos como Blue Demond o el Santo, el Enmascarado de Plata.
Eran tiempos que nos llevan a la nostalgia, por supuesto, que esto pudo ser un poco distinto a como mi mente lo recuerda, pero de lo que no tengo duda es que una vez me quedé esperando el final de una película, pues no dieron el tercer rollo, como debía, sino que empezaron con uno nuevo, para mayores de 12 años, y yo no podía entrar. Todo quedó a la imaginación, y un sinsabor que obligó a ir más bien por otro helado.
El sobrero
La nueva estética de arte público de la ciudad es al menos discutible. Una puerta hecha en una herrería fijada a la entrada, las supuestas manos de una enfermera que dan más miedo que tranquilidad en el llamado Parque de la Vida y ahora piensan hacer un monumento a la puñaleta en el parque Ernesto Gutiérrez Arango. En honor a este gran hombre de la ciudad podría ser al menos un estoque. Sé que el gusto estético es relativo, pero también que tiene parámetros que en estos casos son bastante discutibles.
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