Cuando estábamos en la sede del centro, la redacción de LA PATRIA era una maraña de cubículos apiñados en medio de los cuales se hacía difícil transitar. Siempre don Ariel Cardona Galvis, el eterno editor, reclamó que había que designar un inspector de callejón para resolver el tránsito de los periodistas cuando a dos o tres les provocaba ponerse a tertuliar en medio.
Sus ocurrencias siempre venían por cuenta de la fiesta brava y por eso no olvidaba ninguna de las lecciones aprendidas, que repetía una y otra vez sin cambiar una coma y que nos permitía a los entonces jóvenes, a aprenderlas casi de memoria.
Así fue como siempre le escuchamos decir: "yo no me dejo hacer favores", frase que le salía de pronto cuando uno quería pagar la cuenta de los pintaditos, que él tomaba sin azúcar, o cuando uno se veía tentado a ayudarle a dar el paso en el andén cuando sus reflejos amagaban con impedírselo.
No tenía pelos en la lengua para decirle en la cara las verdades a quien se las merecía, le temía al ridículo público y detestaba con odio visceral a los lagartos, esos que aparecían cada tanto y que se volvían plaga en temporada electoral.
No olvidaba su mejor faena, que no fue en sus años de novillero, sino cuando en plena Feria de Manizales llegó a un bar en el sector de Arenales y se quitó la gabardina, él lo contaba y uno lo veía. La tomó con la punta de los dedos de sus dos manos e hizo una lance como si tuviera un capote en sus manos. El bar aplaudió a rabiar y comenzó la fiesta. Se sonreía. Se le notaba su momento de gloria.
Hacía muchos años que no probaba el trago. Murió don Ariel como siempre quiso. Le temía a una muerte lenta, que lo redujera en la cama, como si todas las muertes no fueran lentas, como si no empezáramos a morir desde el momento mismo en que nacemos.
Son muchos los maestros que he tenido en el periodismo, se cuentan por mundos, como nos toca a quienes no se nos dan las cosas con naturalidad, a los que nos toca esforzarnos, pero don Ariel no fue un maestro más, fue el maestro, ese que enseñó periodismo, pero sobre todo templanza, carácter, ética.
Muchos lo recordarán por sus sarcasmos, que no eran otra cosa que producto de su inteligencia, que le permitía elaborar rápido y certero un dardo a quien quisiera
Nunca temió reconocerse de derecha, de sentirse conservador, por supuesto no de partido, y de admirar a hombres tan cuestionados como el dictador Franco. A ratos nos enfrascábamos en esas discusiones, pero siempre salía airoso porque si la cosa se ponía difícil él salía con uno de sus apuntes o algunas de sus historias, echaba mano de Ortega y Gasset o de Cervantes, y dejaba el asunto en una carcajada para nosotros, mientras él apenas si se sonreía.
Aún conservo el estribillo que una vez declamó y que yo le pedí que me dictara para tenerlo como apunte en mis reflexiones periodísticas. En su máquina de escribir lo reprodujo y me lo regaló. Si muchos jóvenes entendieran estos versos, sabrían que la convergencia en el periodismo viene de mucho tiempo atrás y que no es otra cosa que hacerlo todo y hacerlo bien:
“Quien se meta a periodista
Dios le valga, Dios le asista;
será el administrador,
regente, editor, cajista;
ha de suplir al prensista
y a veces hasta al lector”.
Victoriano Agüeros
Lo extraño desde hace rato, don Ariel.
*Esta columna se publicó en la revista Cereza de LA PATRIA el pasado 20 de julio.
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