Mario César Restrepo Velásquez
Cuando desperté, descubrí que estábamos en medio de una pandemia.
En esa letárgica pausa transitoria y sin caducidad a la vista de salir del tedioso encierro, mi abuelo y cómplice de relatos sin fin, se acerca esa cálida mañana con su lento caminar a mi habitación y me dice: “Mijo, estoy perdiendo la memoria”.
Yo, que soy su nieto predilecto desde que mi entendimiento conoció su querer, me alteré con la sola idea de que se olvidara de la significancia mutua. Y sin otra opción, me disparé como un rayo de la cama y le dije en gruñida actitud: “¡Cómo así, viejo, no me asustes! En nuestra familia no hay herencia de Alzheimer, que yo sepa. Cuéntame, ¿qué día es hoy?” “Es el día veinte del mes que tú, Robertico, cumplirás dieciocho, del año que ese diminuto, mortal e invisible vicho nos encerró a todos los ancianos de este mundo”, dijo en retahíla, mientras trataba de peinar con su temblorosa mano mi desgreñado cabello de amanecida.
Así, con la certeza de la claridad de sus palabras me llegó el alma al cuerpo al atinar con el junio que, habré de sentirme añoso al completar tres lustros y tres años para convertirme en un hombre grande y responsable para la patria, pero a la vez, con un halo de incertidumbre al no encontrar una razonable respuesta a su fatal y lapidaria frase. Entonces, al notar mi desazón, con su amor de siempre me tomó de la mano y me haló sutilmente para sentarnos al borde de mi desordenada cama. Con los rayos de sol entrando tímidamente iluminando su envejecido pero tierno rostro, tomó una gran bocanada de aire para sentarse en la explicación de su sentir: “Verás mijito, cuando yo tenía tu edad, mi madre, una mañana cualquiera me despertó para que saliera al colegio de la comarca a terminar con broche de oro el último día de clases del año en que por fin me graduaba de bachillerato. Pero al decirle que me sentía indispuesto con malestar en todo mi cuerpo, que había una epidemia de gripa cundida en la vereda, por lo que era mejor quedarme guardando cama... fue como si la hubiera insultado nombrándole lo innombrable. Entonces, ahí mismo, la abuela de tu madre me sacó a empellones de la cama y a punto de fuete me llevó hasta la ducha. Al rato, con mi apariencia de punta en blanco y después de desayunar para salir cabizbajo dándole un reprimido beso en la mejilla, me haló abruptamente abrazándome en su mullido regazo. Sin dejarme partir al soltarme, me invitó a sentarme nuevamente en el comedor mientras ella hurgaba en un destartalado baúl un periódico viejo que quería enseñarme”.
Al instante, vi sus azules ojos aguados. Tras un largo silencio, mi viejo caminó a la ventana a confrontar la estampa de rato: ratificó la inconmensurable soledad de las calles. Me sentía inquieto por lo que mi bisabuela quería mostrarle en ese pasquín, y para que siguiera el relato del que hasta el momento no encontraba la explicación de la supuesta pérdida de memoria, le supliqué que solo por esa vez se concentrara en exclusivo coloquio a sacarme de la miseria de mis dudas. En ese momento, sentándose nuevamente junto a mí, puso su cuarteada mano sobre mi hombro derecho y me dijo: “Robertico, esa gripita que yo tenía hace tantos años en aquella mañana, no era nada, para la verdadera pandemia que vivieron mis padres en su juventud. De puro milagro quedaron vivos para conocerse unos años después de que desapareció el virus de la faz del planeta...”.
Con pausa exclusiva para salivar en su relato, pude comprender en parte el desasosiego de sus palabras. Ese polvoriento diario de 1919 mostrado por su amorosa madre, contenía un compendio gráfico de elegantes pero lúgubres familias enteras en plena cotidianidad de las calles, usando el infaltable tapabocas en medio de la pandemia de gripe española. Según mi abuelo, otra desgastada y vieja imagen del mismo periódico, no obstante algo deteriorada por el lógico paso de los años, daba cuenta del descarnado y dantesco panorama vivido por los ciudadanos de ese entonces de gran parte del mundo, en esta mostraba, cual noticiario de guerra, los cientos de féretros en pie de inhumación masiva en fosa común. Esa mañana de lozana juventud de mi querido viejo y a pesar del sutil malestar, su pesadumbre del cuerpo pasó a su alma. Con rodilla en tierra le pidió perdón a su adorada madre y le rogó que mientras estuviera viva jamás lo dejara a merced de una pandemia. Y así pasaron los años tras ese confrontador momento, según él, en un normal devenir de vicisitudes de vida en provincia. Revivió en su relato por enésima vez que, mientras estuvo en su pueblo con su fiel esposa, siendo el soporte del hogar de mi madre y de mis cuatro tíos, la vida en familia fue fragmentada entre la miel y lo amargo. Recordó el soberbio orgullo de su mejor momento de padre al entregar a su única hija en matrimonio en el bendecido Altar. También expresó el sinsabor de su irreparable pérdida que lo dejó sumido en la pena de una tempranera viudez y al mando de tres conflictivos adolescentes y un hombrecito de veintiún años, con pocas expectativas de desarrollo en una comarca netamente minera.
Al rato, mi abuelo se levantó nuevamente, caminando con cierta renguera por el entumecimiento de sus piernas. Junto a la ventana corroboró una vez más, que por las calles de siempre nadie volvió a caminar. Al postrarse nuevamente ante el escrutinio de mi mirada, me dijo: “Mijo, de aquella vida de pueblo en la soledad de mis noches, con el único aliciente que era conversar con algunos amigos en el parque, rezar por otros tantos que ya se habían ido y también, ocasionalmente jugar cartas... me atrevería a decir que eso ya no hace parte de mi cansada memoria, por lo lejano de los recuerdos. Pero, a partir de mi penosa diabetes, cuando tu mamá me rogó vivir con ella, mi mundo y mis prioridades cambiaron en pos de ustedes. Pero tú sabes muy bien, mi muchachito, que soy ingobernable. Ya retirado del mundo y sus placeres, ir de un lado a otro con autosuficiencia, a Dios gracias, era lo único que yo le pedía a la vida. Grandiosos eran aquellos días cuando se iba acabando el mes, porque en la fila para reclamar mi mesada, me encontraba a unos viejos, no viejos amigos, sino viejos como yo, que teníamos en común ver pasar los días para encontrarnos a hablar pendejadas, que es lo mejor que hay por hablar. Ni qué se diga cómo era el tedio para la mayoría, no para mí, ir al dispensario de la EPS a reclamar la droga de su enfermedad de base. Cada dos meses, era lo más de agradable tomar el metro para bajarme en el concurrido y arborizado parque Centenario, caminar por el florido bulevar cerca del dispensario Da Vida para reclamar la caja de metformina. Allí, casi siempre me trenzaba en entretenida charla con una hermosa dama. ¿Y qué hacemos con el regocijo de nuestra alma de todos los días? No me gusta la misa televisada, me parece tediosa y arrulladora. Extraño el agradable sahumerio que ahúman en la parroquia del Divino Niño. Bueno, Robertico, ¿y donde dejamos los permanentes paseos de domingo? A pesar de que tu papá trabajaba como una bestia y poco se le veía en casa antes de la encerrona, aunque cierto era el gusto que nos daba. Casi siempre salíamos a un pueblo cercano a comer cuanto dulce se nos antojara, a pesar de que tu mamá lo regañaba porque iba contra mi enfermedad. Pero, vea mijo, como ha cambiado el mundo, desde poco más de tres meses que me tienen encerrado, porque somos los más vulnerables frente al coronavirus. Tus papás por lo menos trabajan desde casa y tú, tengo entendido que vas terminando a tu ritmo el último año de colegio por medio de ese computador. ¿Y el resto de mi familia? Mis cuatro muchachos hace más de un año que no los veo. Los dos mayores los cogió la pandemia trabajando en Europa, y no hay esperanza a la vista de abrazarlos nuevamente. Y tus otros tíos, también casados, sus esposas poco hicieron por acercarse a nuestra familia y ellos les siguieron el frívolo juego. Pero ahora con esto, es tu mamá la que se opone, con la sola idea de que vengan a visitarme, que por protegerme. ¡Ya se me está olvidando a qué huele la calle! ¡Ya se me está olvidando quiénes son mis vecinos! Y lo peor de todo, ¡ya se me está olvidando el rostro de mis hijos!”. En ese instante, al agachar su cabecita cana para internarse en inconsolable llanto, lo abracé diciéndole: “Ya entiendo, querido abuelo, por qué dices que estás perdiendo la memoria”.
Foto/Tomada de https://bit.ly/30NMqGK //Papel Salmón
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