José Miguel Alzate*
Entrevista realizada varios años antes de su asesinato.
Trabajó como cuidandero de caballos en una vieja casona que su abuelo tenía en Santa Rosa de Cabal. Era una edificación de dos plantas, con paredes en bahareque, ventanas de madera y corredor enchambranado. Tenía un camellón empedrado que daba a un contraportón de madera por donde se ingresaba a una pesebrera amplia. Tenía entonces diez años de edad. Como la familia no disponía de recursos económicos para costearle los estudios, le tocó emplearse durante algunos años como cuidandero. Por iniciativa de la madre, habían llegado a vivir al pueblo procedentes de una vereda cercana a los Termales. Con los cuatro hermanos se ubicaron a dos cuadras de la casa del abuelo.
Su familia ha sido, por tradición, domadora de caballos. Su padre, Gilberto Sierra, heredó esta vocación. Le correspondió, entonces, levantarse en este ambiente. Mientras el papá montaba los caballos Doña Marina, la mamá, vendía carbón y petróleo en el zaguán de la casa; además cosía ropa ajena. Con estas actividades obtenía algunos pesos para comprarle cuadernos y lápices a sus hijos. Su deseo era brindarles educación para que se defendieran en la vida. Ella pensaba que no podía dejarlos sin capacitación. No quería que, como el papá, no supieran ni siquiera firmarse. Se esforzaba entonces por sacarlos adelante, buscando así proyectarles un futuro mejor.
La primaria la cursó en la escuela Pedro José Rivera Mejía. Su primera maestra, Doña Roquelina, tenía bajo su responsabilidad 87 estudiantes. Era un alumno díscolo, poco aplicado en clase, desordenado con los cuadernos, que no prestaba atención. Esto le generó dificultades en el aprendizaje. Como el hecho de no haber aprendido a escribir en manuscrito y quedarse, como él mismo lo dice, analfabeto-escribiente. Todo porque jamás aprendió a coger el lápiz en la forma correcta. La culpa se la atribuye a la cantidad de alumnos que tenía entonces Doña Roquelina, que le hacía imposible estar pendiente de cada uno para descubrir sus debilidades en el aprendizaje.
La vocación poética la descubrió en el bachillerato. Pero no por estímulo sino por confrontación. Su mejor amigo en aquella época, Ducardo Chaparro, prácticamente lo indujo a escribir poesía. Era un muchacho con algunas inquietudes artísticas a quien le gustaba hacer ejercicios poéticos demasiado curiosos; un día cualquiera le mostró un verso que decía: “Puedo hacer los versos más alegres este día”. Orlando Sierra se sorprendió con este verso. Y pensó que él podría escribir cosas, sino superiores, al menos iguales. Pero su sorpresa fue mayor cuando, al descubrir a Pablo Neruda, se encontró con este primer verso del Poema Veinte: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”. Entonces comprendió que lo que hacía su amigo era, simplemente, reescribir un texto.
La persona que lo estimuló un poco para que siguiera escribiendo fue el profesor de español en el bachillerato. Se llamaba Hernando Garzón Arroyave. Como debido a sus dificultades para escribir no llevaba cuadernos, tenía que leerse los de sus compañeros para así poder presentar las lecciones. Un día el profesor puso como tarea escribir unas coplas. Pero él no las hizo. Cuando lo llamó al frente para que dijera su copla tuvo que improvisar. Entonces dijo: “En la clase de español, una copla yo inventé. No sé si quedó muy buena, pero original sí es”. El profesor, sorprendido con su repentismo, le sugirió que continuará por ese camino. Fue así como publicó su primer poema en el periódico del colegio.
Ver su nombre por primera vez en una publicación estudiantil impulsó a Orlando Sierra a seguir escribiendo poemas. Se internó entonces en la biblioteca del colegio con el ánimo de leer cuanto texto poético cayera en sus manos. Así se aprendió de memoria “La leyenda del Horcón”, “El seminarista de los ojos negros”, “El brindis del bohemio”, “El duelo del mayoral”, “A solas”, “La Canción de la vida profunda”, “El romance del acabóse”, entre otros. Y aprovechaba las Fiestas de las Araucarias para pararse en una esquina del parque a declamarlos. Hoy reconoce que este tipo de poesía le dio sensibilidad, le desbrozó el camino, le abrió espacios creativos.
El bachillerato lo terminó en el colegio Cooperativo Nocturno en 1979. Debido a las limitaciones económicas, durante el día debía trabajar en diversos oficios para poder ganarse unos pesos. El más importante fue volver a cuidar caballos. Le tocaba bañarlos, arreglarles el aguamiel, darles el salvado, cepillarles la piel, peinarles la crin, cortarles pasto. Pero también ejerció como mesero en las fuentes de soda, como vendedor de lotería, como repartidor de periódicos, como ayudante de ebanistería y como discómano en los salones. Pero estos oficios, como podría pensarse, no lo alejaron de la poesía. Al contrario, le dieron nuevos elementos para estructurar su obra poética.
En efecto, fue durante esta época que alcanzó a publicar su primer libro. Se llamaba Hundido en la piel. Cursaba a la sazón quinto de bachillerato. Pero ya le había mostrado sus poemas no solo a sus más cercanos amigos, sino que tuvo la osadía de venirse hasta Manizales para mostrárselos al Maestro Adel López Gómez. Y su sorpresa fue grande cuando a la semana siguiente se encontró con un elogioso comentario del maestro sobre su poesía en su columna de LA PATRIA. Como es lógico, esto lo llenó de orgullo. Y fue factor determinante para publicar el libro. Le parecía increíble que un escritor con el renombre de Adel López Gómez se ocupara de su trabajo.
A Manizales llegó a estudiar Filosofía y letras en la Universidad de Caldas. Fue en el año 1980. Llegó a la casa de una tía que vivía por los lados del Centro Piloto de Salud. Estaba en una situación económica precaria. Pero tenía fija en la mente la idea de hacerse profesional. Como la tía también vivía con dificultades, la alimentación le tocaba levantársela en la calle. Fueron tiempos difíciles. Tanto que llegó a enfermarse. Se puso flaco, descalcificado, perdió fuerzas. Pensó, inclusive, regresarse a Santa Rosa. Pero en la facultad encontró apoyo para quedarse. Una de las compañeras le ofreció su casa. Pero a cambio tenía que lavar el patio y virutear los pisos.
Publicó su segundo libro El sol bronceado, en 1985. Para esa época vivía todavía con dificultades. Encontró una ayuda para sobrevivir en la casa de la poetisa Liliana Herrera. Pero fue en la casa de Juvenal García, que vive en el barrio Betania, donde encontró un techo donde dormir. Sin embargo, tenía que rebuscarse la comida. Salía entonces a caminar por las calles del barrio en busca de alimento. La gente le colaboraba. No tenía con qué comprar libros, ni periódicos, ni revistas. Quinientos pesos que su mamá le daba cada semana no le alcanzaban. Sobre todo, porque tenía otras responsabilidades que atender. Así logró, con privaciones, terminar la carrera.
Orlando Sierra Hernández tiene la franqueza suficiente para decir que los poetas franceses no le llegan al alma. Ni en Baudelaire, ni en Rimbaud, ni en Mallarmé, ni en Verlaine ha encontrado ese encanto que sí encontró en poetas norteamericanos como Robert Lowel, Walt Withman, William Karwilliams, Robert Prost. Su gusto poético se va por los caminos de aquellos autores que le reflejan cosas, no que le inventan universos distintos. No le gustan los surrealistas. Le llega esa poesía que expresa las cosas directamente, sin eufemismos. Sin embargo, la poesía amorosa lo conmueve. De ella se ha nutrido en todo momento. A Pablo Neruda lo leyó completo. De la misma forma como leyó a Antonio Machado, a Luis Cernuda, a Eduardo Carranza. Pero no a Miguel Hernández.
Es el periodista más leído en Caldas, definitivamente. Su columna dominical tiene cientos de lectores. Sobre todo, por la forma directa en que dice las cosas, por el lenguaje descarnado con que cuestiona a la clase política, por la claridad conceptual con que escribe. Esa independencia que muestra en sus notas le ha generado problemas. Pero es consciente de que con sus escritos ejerce un liderazgo moral al cual no está dispuesto a renunciar. Ni siquiera cuando sabe que corre serios peligros por las posiciones que ha asumido. Cuando se le pregunta si siente miedo contesta: “Es lógico. Todo ser humano siente miedo ante la posibilidad de la muerte. Pero el miedo no me puede callar”.
Los tiempos de penurias económicas han pasado para Orlando Sierra Hernández. No quiere decir que haya apartado de su camino la pobreza. Simplemente vive con dignidad, sin las dificultades de sus tiempos de estudiante. Habita con su esposa una casa modesta en un barrio de clase media. Pero todavía viaja en buseta porque, según dice, no ha tenido con que comprar carro. La poesía no le ha dado para vivir. Sus ingresos provienen exclusivamente de su ejercicio como periodista y como profesor universitario. Y aunque ha sido tentado para ocupar cargos burocráticos se mantiene fiel al arte, sin renunciar a esa independencia que caracteriza sus escritos.
Ha publicado solamente tres libros de poemas. El último, Celebración de la nube, fue editado en 1992. Pero tiene varios libros inéditos. No tiene, sin embargo, mucha urgencia por publicar. Piensa, como Juan Rulfo, que la calidad está primero que la cantidad. Si se le pregunta por qué se ha demorado tanto para sacar a la luz pública un nuevo libro de poemas responde: “Por el temor a no producir una obra que deje huella”. Pero continúa trabajando con insistencia. Prueba de ello es que tiene cinco novelas inéditas, conocidas por un círculo muy estrecho de amigos. Una de ellas, La estación de los sueños, de escasas cien páginas, está próxima a aparecer traducida al francés. Desde luego, no pierde la esperanza de darse a conocer como narrador, una faceta desconocida para sus lectores.
***
Orlando Sierra reconoce que el departamento de Caldas pasa por un gran momento intelectual. Los premios nacionales que en narrativa han obtenido Adalberto Agudelo Duque, Octavio Escobar Giraldo y Orlando Mejía Rivera son importantes para demostrar que tenemos talento literario, recalca. En el campo de la poesía destaca el trabajo de Carlos Héctor Trejos, de Edgar González Quintero, de Rodrigo Acevedo González y de Flobert Zapata Arias entre las nuevas generaciones. Pero cuando se le pregunta por los poetas de generaciones anteriores no duda en afirmar que Fernando Mejía Mejía, Javier Arias Ramírez, Ovidio Rincón Peláez, Maruja Vieira y Fernando Arbeláez son lo más representativo de Caldas.
*Escritor.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015