Jorge Abel Carmona Morales*
Los últimos años de la vida de Óscar Wilde estuvieron marcados por el sufrimiento físico y emocional, no sólo porque la fama que tuvo durante algunos años en Gran Bretaña se esfumó por cuenta de la moral insular, sino porque las personas que más amó le dieron la espalda, uno de los cuales, su querido “Bosie”, lo traicionó hasta llevarlo a la cárcel de “Reading”. Su esposa, Constance LLoyd, pese al afecto que profesó por él hasta la hora de la muerte de ella, le retiró el apoyo económico no obstante su condición monetaria pudiente.
Pero a la vez recibió un apoyo irrestricto por parte de sus mejores amigos. Robbie Ross, su albacea literario, se encargó de hacer sugerencias a las obras del autor en vida y, luego de ella, recopiló la producción desperdigada para ordenarla y realizar las gestiones para publicarla. Algunos incluso lo relacionan emocionalmente con el escritor, tal vez uno de sus amantes más cercanos, aunque no el más querido por el autor que fue condenado por el delito de sodomía, cuando el marqués de Queensberry, padre de Alfred Douglas, lo denunció penalmente, con lo cual, el prestigio del autor se vino al piso; sus obras fueron olvidadas por sus contemporáneos y fueron sometidas al escarnio público por quienes alguna vez alabaron a Wilde como el hombre más encantador de Inglaterra.
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Rupert Everett en el papel de Óscar Wilde en la película El príncipe feliz.
La película El príncipe feliz del director británico de 59 años, Rupert Everett, es un recuento de esos momentos aciagos del escritor más popular de su época. Esta obra centra su atención en los últimos meses del genio, cuando sus pocos amigos acompañaron los padecimientos de Wilde, con su ayuda y su presencia físicas en el exilio voluntario en Nápoles, Italia. Al lado de Ross, Douglas y su amigo más incondicional de todos, Reggie, el autor rememora parte de sus experiencias en clave de descenso, desde los momentos más felices de su vida.
La película, protagonizada por Everett, un actor que se ha deslizado por un camino lleno de altibajos, es una obra desigual. Tiene momentos valiosos como las escenas en las que Wilde narra parte de su “Príncipe feliz”, el cuento que le da título al filme, pero en general, luce deshilvanada. El ritmo se trunca varias veces por un énfasis de nostalgia farragosa que no permite al espectador situarse en el marco de la historia. Las actuaciones lucen fantasmagóricas, como si no existieran actores, sino sólo presencias que acompañan el tiempo y no la situación.
Tanto Emily Watson como Colin Firth desperdician su talento en personajes a los cuales se les hubiera podido explotar mejor y sus interpretaciones no logran potenciar la grandeza de un personaje tan importante para Wilde. Este artista es de esos individuos que siempre facilitan el trabajo creativo de un director cinematográfico. Por ejemplo, en las escenas donde el autor tiene la oportunidad de hablar, se aprecia un toque de frialdad que no era propio de un hombre trascendentalmente alegre como el escritor. En la aparente banalidad del jolgorio y la fiesta, las palabras lo eran todo, las palabras enaltecían cualquier acto púbico donde se encontrara.
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Escena de la película El príncipe feliz del director británico Rupert Everett.
“Bosie”, interpretado por el actor británico Colin Morgan, es un personaje complejo por su personalidad conflictiva. En vida, incluso, logró difamar a Winston Churchill porque, según él, supuestamente éste había conspirado para asesinar a Lord Kitchener, Secretario de Estado británico para la guerra. Difamación por la cual Douglas terminó preso. “Bosie” había conocido a Wilde en 1891, año que sería el encuentro de dos figuras controvertidas para la Inglaterra pacata que incluso condenó por homosexualidad a Alan Turing. Años después el científico fue absuelto, algo que no se otorgó a Oscar Wilde, por sus presuntas relaciones sexuales con menores de 14 años. Como amante del escritor, el joven aristócrata trajo momentos de suprema alegría, profundas parrafadas inspiradoras que fueron consignadas en el poema “De profundis”, pero también las más violentas de las reacciones de ambos, por sus reclamos mutuos, muchos de los cuales fueron causados por problemas económicos (a Bosie su familia le había cortado su mesada habitual y, Constance, la esposa de Wilde, no le dejó nada en herencia).
El carácter del joven fue motivo de comentarios malintencionados en la vida pública de Inglaterra, su homosexualidad no disimulada causó alboroto en los círculos intelectuales donde el artista se había ganado un lugar de honor. Como poeta había logrado cautivar el corazón de Wilde; más que la grandeza de su obra, su atracción se debió a la sensibilidad y al carácter pendenciero de un joven que en el artista representaba los más firmes ideales de belleza.
De su esposa, sólo se muestran en la película, algunos rasgos melancólicos y algunos detalles de su salud física, excepto por el amor que siempre guardó a su esposo, a quien le fueron restringidos los derechos de paternidad de sus dos hijos. Wilde, en general, era un amante de la elegancia, cuya dosificación del amor estaba bien repartida. Constance, por las presiones sociales, luego de la condena pública de su esposo, se alejó de él, pero el dolor de verse separada de él y este de sus hijos, se convirtió en el peor de sus males. Wilde siempre quiso regresar al lado de su familia, pero las circunstancias propiciadas por una sociedad conservadora como la inglesa, se lo impidieron.
El príncipe feliz es una obra que se asoma someramente al inolvidable Oscar Wilde pero que no hace un homenaje siquiera a la potencia de un actor tan prolijo como él. Rupert Everett, seguirá siendo el actor de Crónica de una muerte anunciada de Francesco Rossi, pero su carrera como director es una luminiscencia que en unos pocos meses se habrá apagado para siempre.
*Antropólogo. Magister en Filosofía. Universidad de Caldas
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