LAS RUINAS DE ATALAYA
La Horqueta es un caserío sobre la carretera entre Tocaima y Viotá, al sur de la provincia del Tequendama en Cundinamarca, a orillas de la quebrada La Cachimula; por la cual no bajaba una gota de agua cuando por allí pasamos hace unos meses, haciendo peor la sequía que azotaba aquella ardiente región semi desértica. El nombre del lugar lo determina el ramal de carretera que allí se desprende hacia el sur y por el cual es posible salir otra vez a Viotá, o a Facatativá por Tibacuy.
En La Horqueta nos dejaba el bus y había que echar pata hasta la finca de los primos en lo alto del farallón que delimita la provincia con la de Sumapaz, y que hoy está sembrado de antenas de telecomunicaciones. En aquella época, varias décadas atrás, La Cachimula llevaba buenas aguas, y en las tierras bajas de la finca, que bordeaba, formaba una bella laguna a la cual caía en un salto, y cuyas orillas estaban tachonadas de fósiles que abundan en aquellos territorios.
La casona le hacía honor a su nombre de Atalaya, pues desde sus corredores de chambrana se dominaba toda la región; un paisaje particular que evoca la obra pictórica del maestro Gonzalo Ariza; y arriba, al fondo a la derecha, por las tardes comenzaba a brillar en el cielo el reflejo de Bogotá.
Allí pasábamos meses de vacaciones inolvidables, sin luz eléctrica y haciendo vaquería a lomo de mula, recorriendo los empedrados caminos coloniales en los que se hallaban a veces grandes piedras con pinturas jeroglíficas precolombinas, y con cosas tan insólitas como una tumba cercada con cadenas en la mitad de los cafetales, con frecuencia visitada por grandes tarántulas rojizas. Se decía que allí reposaban los restos de una de las víctimas de la violencia de mediados del siglo veinte, a quien habían lanzado desde el cerro.
Violencia que cesó por muchos años, hasta cuando en los ochenta aparecieron de nuevo, primero la guerrilla y detrás de ésta los paramilitares. La Horqueta fue escenario de una de las peores masacres de la época cuando fueron asesinados catorce vecinos en una sola noche, y más tarde, arriba en La Cajita, hubo un combate repleto de muertos cuando los subversivos tenían una reunión con los habitantes en la escuela.
Demasiado terror para aquella especialísima región de campesinos arraigados, trabajadores de la tierra y amantes del guarapo y de los gallos de pelea, quienes en las épocas de nuestras vacaciones nos recibían amables en sus ranchos y contaban sus historias con espontánea generosidad. Jugábamos tejo con ellos y nos invitaban a las riñas que incluían mucha cerveza caliente y piquetes de gallina con yuca, papa y ají de huevo duro, servidos sin vajilla ni cubiertos sobre grandes hojas de plátano.
La finca ya no pertenece a los primos, y la inmensa casa de tres plantas con secadero de café en el zarzo se quemó por accidente hace varios años. Sólo quedan las ruinas de sus robustos cimientos de ladrillo, entre las cuales se distingue un horno enorme que producía el calor para un curioso sistema de secado del grano, consistente en unos talegos largos de fique que colgaban hasta el piso y se llenaban con los granos mojados para que los recorriera el aire caliente en un cuarto cerrado. Arriba el piso estaba lleno de agujeros por los cuales se llenaban aquellos chorizos de yute. Los churumbos.
A visitar aquellas ruinas y a saludar a quienes por allá todavía sobreviven fuimos a principios de este año. La noticia buena es que la parte alta de la región, donde ya prácticamente no hay café pero persisten los grandes árboles que hacían de sombrío, y donde apenas se cultivan de manera precaria algunos productos, está siendo convertida en reserva forestal con el fin de recuperar el agua para las secas tierras de abajo.
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