EN LA TORRE
Todo el tiempo me llevó de la mano, desde que comenzamos a subir por las escalas en caracol sin ninguna iluminación, el equivalente a unos cinco o seis pisos de un edificio convencional, dentro de un gran tubo vertical de concreto, sobre una serpentina de escaleras, hasta desembocar en la balaustrada sobre el inmenso volumen del cuerpo central de la gigantesca edificación. Cruzamos, bordeando el espacio por los corredores del triforio, hasta el otro costado por donde salimos al exterior para recorrer largas galerías descubiertas que daban hacia afuera y contra los techos muy inclinados y ennegrecidos por la lama, pasando por unas especies de minaretes donde cambiábamos de dirección de manera que se hacía difícil orientarse, más cuando con frecuencia se perdía de vista la ciudad. Luego la larga escalera por la arista del techo, sobre el abismo, con pasamanos de varilla que nos obligaba a subir agachados, casi a gatas - sin soltarme de su mano - y por la estrecha cumbrera haciendo equilibrio para no rodar interminablemente, hasta una abertura en la pared de concreto para entrar al solemne espacio donde resuena el eco de las pisadas y comienzan a subir, en módulos que se intercalan adosados a las caras interiores de la esbelta pirámide, las escaleras de madera en una especie de espiral rectilínea que se va estrechando mientras sube hasta la gavia que rodea la punta y desde donde todo se domina. No hablamos en todo el trayecto, y solo nos detuvimos un momento en que pareció perder el rumbo, sin mirarme. Arriba recorrimos completo el círculo del balcón, y fue solo entonces cuando me miró sin emoción, desprovista su cara de expresión, y sin las tonalidades especiales de su voz, conteniendo el jadeo por el gran esfuerzo de los más de trecientos escalones que nos llevaron hasta el Corredor Polaco de la Catedral de Manizales, a ciento cinco metros del suelo, (la gente abajo como hormigas y fuerte viento helado); Florencia, la muy bacana, me dijo que nos diéramos el último beso… porque ya no me quería.
MARGOT CON SU PINTA DE FRESCA
Margot se fue de una con la vieja esa, que no tenía cara de nada para haberle salido con semejante cuento, tan de frente. Seguro la abordó porque le vio la pinta de fresca. De toda la perorata le comprendió sólo algunas palabras que la mujer le resaltaba con acento especial: “interesa”, “coca”, “vendo barata”, que fueron suficientes. Y ahí mismo que cuánto y la vieja en el mismo tono pero más atenta, que cinco mil. Nada barata; pero estando en Boca Grande de Tumaco, lejos de todo, no le pareció tan cara. Nos toca poner de a dos mil, porque con seguridad que todas se apuntan. Con fiesta de año nuevo esta noche, y en ese juicio que hemos estado! Decidió recoger la plata antes de la compra, para que después no se le hicieran las locas, y por eso le dijo a la vieja que la esperara en la ramadita de la playa, mientras ella iba sola hasta el hotelito, donde estarían almorzando, para no dar mucha boleta, ¿si me entiende? Casi se le va la luz cuando volvió y la vieja con los dos policías del puesto, que le estaban prendiendo un cigarrillo. Margot se hizo la loca y siguió como si nada para el pueblito, sin poderlo creer cuando la vieja le pega semejante grito, que la espere, que deje el acelere, y Margot más rápido, sin mirar para atrás, hasta que la alcanzó la otra y pensó que ya le echaban mano. Que alivio cuando volteó y los tombos frescos, ahí parados, y a la vieja que cómo se le ocurre, y la otra que por qué, que qué tiene de malo pedirles un cigarrillo como son de queridos. Eh! que frescura tan berraca la suya mijita. Salgamos pues rápido de esto tan miedoso. ¿Dónde es que es? Allí no más detrás de Telecom, donde están las tres carpitas, ¿las ha visto? No, qué carpas ni que pan caliente, yo estoy que me devuelvo del culillo. Vaya usted que yo la espero aquí, que se domina mejor el panorama. Y la vieja que se va y se mete en una de las carpas y nada, y al rato salió con otra, que parecía como hermana, y señalando para donde está Margot toda cabriada, y otra vez a hacerse la loca, y si no fuera por estas ganas tan berracas yo me iba, pero semejante papayazo de conseguir periquito por aquí tan lejos, y si ésta les tiró tanta frescura a los polochos es porque se los tiene tramados, o no tienen ni la menor idea. ¡Con esa carita de yo no fui! Hasta que se aparece por fin la vieja, con un paquete inmenso, en un talego del Ley, y Margot aterrada con ese visaje la mira desconcertada cuando le entrega semejante bulto, y que la plata y Margot que un momentico a ver, que donde está la vaina, que hasta que no la vea no le da nada y la vieja que mire y verá, que es una belleza, americana y todo. Lo más tierna. Abrió Margot el paquete y soltó la carcajada. Negra y rosada, la miraba desde el fondo del cartucho, con sus ojos suplicantes, una ridícula y bien inflada foca de plástico.
UNA CENA CON LAS GATAS
Cuando el Federico llegó con La Gata Ñata, ya el Güío y Kalimán tenían todo listo. Un elegante mesero los esperaba en la puerta para recibirle a la Ñata la chaqueta de cuero peludo de vaca que hacía juego con los zapatos. Estaban todavía saludándose y reconociéndose, (lo que era más difícil para la Ñata que para los anfitriones, a pesar de que Federico había estado todo el camino refrescándole la memoria sobre los personajes del evento), cuando llegaron Pedro y el Duende con el resto de las muchachas.
Se veían bien las Gatas, excepto por Daisy, que reflejaba en su figura miserable los estragos de muchos vicios y de un trasnocho interminable. Porque la Gata Ñata, a pesar de ser la más veterana, y Gacelita y Marlene, que pasaban ya de los treintaicinco y que también llevaban a cuestas su pasado turbulento, estaban todavía buenas, bien paradas, tan bien que resistían sus cuerpos, sin caer en lo grotesco, las minifaldas ceñidas y los escotes profundos que llevaban coquetas.
Había sido idea de Kalimán el buscarlas para hacerles una fiesta, y fue el Güío quien puso su casa disponible y propuso que en lugar de la fritanga que se sugirió, hicieran la cena más elegante en que jamás hubieran estado estas viejas en su vida.
Compraron la mejor champaña, buenos vinos, quesos y delicadezas. El Güío escogió un menú con lo más exótico de su repertorio culinario, y contrataron al Topo, un mesero de toda la vida, a quien le alquilaron un esmoquin de matrimonio porque vieron el suyo deslucido cuando fueron a buscarlo al modesto restaurante donde trabajaba.
-"Este hijueputa bizcocho que está haciendo aquí!!"- Gritaba emocionada Marlene abrazando al Güío y poniéndole en la boca un beso melotudo de erotismo y pintalabios, sin soltar la carterita brillante y el pesado abrigo que el Topo trataba en vano de recibirle.
Así se saludaban mientras Kalimán descorchaba el champán y lo vertía en estilizadas copas de cristal.
Se sentaron entre alegres carcajadas y piropos indecentes. Topo repartía pasabocas de caracoles y caviar, (que a la Ñata le supieron "a mierda", mientras Gacelita los saboreaba con elegante placer), y tomaticos confitados rellenos con carne de cangrejo.
Rememoraron atropelladamente las que el Güío denominó "Las Mil y Una Noches del Caracol Rojo". Aquel sitio especialísimo que había sido por los años torrenciales el centro de sus vidas. (Para el Güio y su gallada como clientes de todos los días, y para las Gatas como las más buenas y célebres coperas del concurrido café de la veintitrés en Manizales.)
Daisy pidió bazuco al tercer trago. Que no le dieron, pero se regalaron con un esmerado varillo de yerba mangobiche combinada con punto-rojo de la Sierra, que todos aprobaron como de lo mejor que había impregnado sus cerebros en la ya larga vida de marihuaneros que todos acreditaban.
El Güío le dio los últimos toques a la exótica sopa de coco, y echó una mirada al horno caliente donde ya se glaseaban las codornices en especias chinas, y se inflaba soberbio el soufflé de papas y camembert.
Pasaron a la mesa elegantísima y comieron con gusto y apetito. Solo Daisy prefirió seguir bebiendo, aunque se sentó con ellos, y se la pasó molestando porque se le iban a pasmar con esa comilona. Gacelita los sorprendió con sus finos modales, resultado de un curso de glamour y urbanidad que tomó cuando la sacaron a "vivir juiciosa".
Con el vino que remojó generoso la comida, y otro cacho que se fumaron de sobremesa, con buen cognac y pousse-café, se emborrachó Marlene que se paró alebrestada pidiendo que le pusieran música bien sexi para hacerles un estriptis. Pusieron "Je t'aime" y comenzó la bizcocha una danza erótica, rozando su pubis contra el espaldar de una silla mientras se quitaba teatralmente la blusa y las medias veladas, y al momento estaba ya la Gata bailando muy pegada a su espalda y acariciándola apasionadamente...
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