ROSA DE PURO CELOSA
Había que bajar por una de las faldas más paradas del centro. De esas tan pendientes que hay que caminar echado para atrás, o sale uno peloteando de cabezas. Esas faldas que les dan a las mujeres que las transitan con frecuencia, un caminado airoso, como de garzas, por cuidarse pudorosas — desde tiernas colegialas — de que al hacerlo no “se les vean los calzones”. Bajando al Cervantes desde la veintitres. Como tres cuadras hasta la casa con cuatro portones de lata escalonados por la pendiente. Se asomó una muchachita por una ventana de vidrios pequeños en el segundo piso y abrieron después de que habló Rosa. Hasta ese momento, o mejor hasta que subíamos por las precarias escaleras de madera encerada, yo no había disimulado el disgusto y la pereza con que iba en ese paseo tan aburridor; en vez de haber bajado al Campestre, donde ya nos habíamos perdido las finales de tenis... Rosa de puro celosa, porque sabía que eso estaba lleno de paisitas y caleñas. Fué la vez de los mejores interclubes; y yo ennoviado. No como los años anteriores, la bacanería total, una pareja distinta cada noche; y semejantes niñas... importadas!. Se me quitó la jartera cuando salió esa mujer a recibirnos, en la salita tan estrecha que sólo cabían los muebles forrados en plástico. Una salita de adorno. Y esa cosota ahí parada con una minifalda apabullante y la blusa tan pegada que se le veían las burbujitas alrededor de los pezones puntudos. Y la familiaridad con que saludó a Rosa pellizcándole una nalga; y a mí con tremendo beso en la boca, mejor dicho, en media boca, porque yo me le moví por instinto, esperando el beso automático en la mejilla que le dan a uno las cuchas... Claro que ésta ni tan cucha. De unos treinta, pero buena, seguro. Empujó a Rosa para otra piecita enseguida de la sala, lo mismo de chiquita pero no más con la mesita de trabajo y dos taburetes, y yo me metí detrás mientras ella hablaba sin parar “...a ver corazón que estoy de superafán porque voy para cine con un amigo...”, y le levantó el vestidito en un santiamén y la dejó ahí parada en cucos y brasieres — Rosita, tu imagen divina! — y a mí me sentó en una de las sillas jalándome del brazo y diciéndome que me volteara para allá, que no me entusiasmara tanto, y el que-me-volteara-para-allá fué que se me sentó a todo el frente con las patas abiertas y se le veían los cucos azules claros, templaditos, entre los muslos sin medias. Y que azarada!; yo que me las doy de duro y estaba temblando. La vieja ponía alfileres y cada vez abría más las piernas, y en un tiro se vino y me puso las nalgas duras en la cara... Y Rosa como que hacía rato me estaba preguntando que si me gustaba; pero yo no le oía. Porque desde eso no oigo, hermano, ni veo, ni entiendo. Ni pienso ya en paisitas ni caleñas, ni en finales de tenis. En lo único que pienso es en que cuándo será que Rosa me pida que la acompañe otra vez a donde la modista...
***
MI VERTIGO
Me tiré en picada desde el balcón y cogí suficiente impulso para planear un largo trecho por el río. Había llovido y el aire que golpeaba mi nariz olía a matarratones mojados. Paralelas volaban garzas blancas que recorrían un fondo amarillo de guayacanes florecidos. Busqué con la mirada hasta que encontré los gallinazos que me señalaron la térmica y subí por el aire tibio viendo girar el paisaje hasta que no había oxígeno para mis pulmones ni sangre para mi cerebro, cuyas protestas anunciaron el momento esperado por mi vértigo. Pegué mis brazos-alas al cuerpo, alinié la cabeza con la columna vertebral y me clavé al vacío con fondo de paisaje vibrante cortado por el Cauca serpentino. El puente aumentaba su tamaño al ritmo de mi caída que sonaba a latigazo, y la textura del agua chocolatuda se hacía cada vez más nítida. El bullicio del pueblo calentano y ráfagas de música del bailadero se confundieron con el rugido del río, cuyo caudal torrentoso casi moja mi cuerpo arqueado al pasar debajo del puente; recuperándome para envolverlo en mi looping perfecto que rematé con un acuatizaje mantequillero de esternón. Casi no paro!
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