La sardina ni fumó ni bebió en el tiempo que pasaron en la pequeña pieza sin ventanas en el tercer piso del viejo caserón, vacío de muebles y sucio como la calle, albergue del imperio de Romano, quien lo manejaba desde la oficina, ésta si amoblada con una mesa, cuatro sillas de plástico y un par de colchones con cobijas que permanecían enrollados en un rincón.
Ni fumó ni bebió pero no dejó de hablar hasta bien entrada la mañana, cuando apareció Maduro luego de empujar la puerta con algo de violencia; la muchacha se le abalanzó: –¿Usted donde estaba pues mijo?– le preguntó mientras se colgaba de su cuello y lo besaba –¿usted qué se hizo?, papito. Esos pirobos me dejaron encerrada. Si no fuera por este señor...– señalando al Profe, a quien el hombrecito miró sin saludarlo pero con cierto gesto de agradecimiento. A los otros ni los vio y se llevó de la mano a Ágata, siempre callado.
Durante todas esas horas se había mantenido sentada en la misma posición, al lado del Profe, quien permanentemente recibía el tarro del humo y el botellón con el licor, preparado de gaseosa y alcohol de farmacia que le pasaban los otros, los cuales parecía que solo existieran para eso. Le contó, en un relato desbordado que lo sorprendió por el lenguaje fluido y casi que académico, todo sobre su vida de hija de una copera de cantina y alguno entre los cientos de clientes desconocidos y enamorados de paso, viviendo de inquilinato en inquilinato siempre alrededor de la galemba; de dos hermanitos de quienes no sabía nada desde cuando la madre no volvió y a los niños se los llevó el Bienestar Familiar y a ella la metieron en una escuela campestre para menores, de la que se voló a los pocos meses.
Había buscado a las compañeras de trabajo de su mamá, especialmente a Marlene, en el bar Rayito, quien los había cuidado cuando al principio todos pensaban que simplemente su madre se había echado a perder abandonando a los niños, hasta que estalló el escándalo tan verraco y llegaron la ley, y la prensa, y los del Bienestar y se los llevaron.
Marlene la ayudó a mantenerse escondida durante los pocos días que la buscaron, y luego la acogió en su entorno sórdido; y mientras la introducía, apenas adolescente, en el horroroso carrusel de la prostitución y de las drogas, le fue soltando todo el rollo macabro de la desaparición de su amiga.
La mamá de Ágata había metido la cucharada, sin que nadie la llamara, en un famoso caso de sicariato que ya llevaba once muertos entre sospechosos y testigos. Seguramente detrás de unos pesos se había puesto a hablar con las autoridades sobre unos cruces que presenció y a los días la borraron del mapa.
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