ESA TAL NOCHE
No se aterrorizó porque como él mismo decía eso no le pasaba ni en los terremotos, pero no pudo evitar un corrientazo en la ingle ante semejante enredo en que andaba la flaquita y el riesgo ya pasado de mortal que corría. Y el que corrían Maduro y La Pispa. Y él mismo, por supuesto.
Volvió a repetir en su mente la película de la noche esa donde Romano, un año antes, la segunda vez que caía en aquella casa de vicio en la que ahora era cliente permanente e incondicional, a raíz precisamente del horror de aquella noche que los hizo, a quienes les tocó, ser cómplices implícitos del oscuro personaje.
Recordó con nitidez cuando les avisaron. Estaban abajo de las escalas fumando en tarro. El Caleño se asomó y les gritó que ni entrada ni salida para nadie, que trancaran la puerta y que subieran. Y en voz más baja, metiendo la cabeza dentro del socavón oscuro de la larga escalera para que sólo pudieran oírlo en el zaguán:
—Ese güevón de Ezequiel mató a Marina–.
Subieron mientras el Caleño, detrás de todos y excitado, les iba contando que la había estrangulado con el poncho y botado por la ventana, y que ahí estaba tirada en la calle, contra el sardinel.
Encontraron a Romano con la cabeza entre los brazos cruzados sobre el marco de la puerta, tembloroso. Repetía llorando que la muy zorra se la había buscado; que la forma como lo había provocado fue como suicidarse; que ella sabía muy bien que eso no podía decirlo –lo que dijo ¡Marina por Dios!–
—Como sea Ezequiel— le dijo el Caleño, el único que lo llamaba por su nombre, y quien era su lugarteniente en la pequeña organización de microtráfico —...pero tenemos que desaparecer ese chicharrón. Esa vieja está ahí tirada en la mitad de la calle y muy ligero se arma la verraca–.
Todos, como diez o doce que estaban en la casa, parados en el corredor y en la boca de la escala, miraban con asombro sin decir palabra. Adentro del cuarto sin luz, contra la ventana, una parejita de sardinos que no había visto nunca.
—Sí hermano, pilas, que si la pillan nos lleva el putas...– cambiando de actitud instantáneamente Romano, como saliendo de una hipnosis –a todos, porque aquí nadie está sano…–, convirtiéndolos con la mirada, olímpicamente, en cómplices automáticos.
–Nosotros salimos por ella para encostalarla y sacarla de aquí– le murmuró El Caleño señalando a otro de los del combo que asintió con un gesto —la tiramos a la tolva de la basura, y aquí nadie ha visto nada...–
Salieron apresurados y la llevaron de patas y manos hasta el zaguán. Cerraron la puerta y descansaron con las espaldas pegadas a la pared de bahareque. No se oía ni una mosca y estuvieron un rato quietos, respirando profundo y despacio, con el cadáver de Marina a los pies, en los tres primeros peldaños, tal y como lo dejaron apenas entraron: las piernas hacia arriba, la falda enrollada sobre las caderas y las medias veladas, con ligueros, completamente destrozadas.
Arriba Romano, quien había retomado el manejo de la situación, mandaba a todo el mundo para las piezas, a que siguieran como si nada. Que prendieran otra vez las luces y las grabadoras. —... porque es mas la boleta que vamos a dar si ven esto apagado y callado como en un velorio–. Luego bajó hasta el zaguán para ayudar a empacarla y llevársela. Ni miró el cuerpo y les hizo señales con la cabeza y las manos de que se pusieran en la obra.
—Ezequiel, este pelado dizque se la lleva y la desaparece– dice el Caleño hablando muy pasito.
—Cómo así que se la lleva, ¿para dónde?–
—Me la compran para la morgue. La despresan para vender los órganos en frascos de formol y los huesos pelados. No queda ni el recuerdo, Romano, p'a Midiós".
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