EL BACÁN DEL LAGO CARDIEL
El tipo conversaba y conversaba animadamente mientras prendía los fogones, preparaba utensilios y sacaba como del sombrero frascos, quesos, embutidos, vasijas y bandejas con diferentes manjares que iba sirviendo en la larga mesa de la bodega que había sido establo y esquiladero de ovejas, ahora convertida en agradable refugio, restaurante y hasta museo de historia natural lugareña.
Muy elegante con chaqueta de paño, botas de cuero, bufanda y sombrero de fieltro nos había recibido amablemente en el portón –al cual habíamos arrimado el campero para evitar el ventisquero– en compañía de Anastasia y Heriberto, dos guanacos amaestrados que metieron sus cabezas de camello cuando abrimos las puertas, y sin darnos tiempo de preguntar y casi ni de saludar ya nos tenía instalados en la mesa –las peludas mascotas se quedaron afuera, en su elemento, al principio curioseando a través de los vidrios de la puerta y luego mordisqueando la vegetación de los alrededores–, llenos los vasos para el almuerzo que dábamos por perdido desde hacía varias horas. Porque estábamos demasiado lejos, de todo.
Bajábamos a principios de enero del 2003 por la Ruta 40, la carretera que recorre el occidente de Argentina desde Bolivia hasta el Estrecho de Magallanes, paralela con los Andes, en uno de sus trayectos más desolados entre Bariloche y El Calafate, cuyos cientos de kilómetros sin pavimento nos habían destruido una de las llantas, y dejado en manos de las otras maltratadas y sin dónde remplazarlas, y muy escasamente dónde remendarlas o conseguir segundazos de montallantas en los escasos poblados semi fantasmas que aparecen en el mapa, que a veces no pasan de ser una sola construcción de madera, cerrada, estremecida por el viento y donde hay que llamar muy fuerte para que se asome alguien a decirnos que al menos que sea una emergencia sigamos nuestro camino y que no, que no hay ni comida, ni combustible, ni mucho menos llantas.
En los alrededores del bellísimo lago Cardiel, de color turquesa, habíamos encontrado el aviso de Siberia, tan apropiado, que anunciaba hospedaje y comida y una flecha señalando la estrecha vía que se perdía detrás de una colina. A quinientos metros llegamos a la estancia con corrales, el galpón y una pequeña casa en medio de onduladas estepas, con vista sobre el lago majestuoso.
Más por prudencia, por lo que presentíamos sería una cuenta dolorosa por tal cantidad y variedad de delicias, le pedíamos al personaje que se contuviera de ofrecernos más exquisiteces, que ya eran mucho más que suficientes. Contamos catorce viandas diferentes entre carnes frías, escabeches, asado de cordero, cerezas en aguardiente y vino de la casa; y cuando tímidamente le preguntamos que cuánto le debíamos nos contestó que ¡absolutamente nada! que cómo iba a cobrarles un almuerzo a personas que venían desde doce mil kilómetros a visitarlo.
Fue este bacán quien nos recomendó desviarnos a El Chanten, al pie del monte Fitz Roy y del lago y glaciar Viedma, sitio espectacular al que llegamos pinchados, metiéndole aire a la llanta con un pequeño compresor de batería, de noche, y donde fuimos bien atendidos, especialmente por el llantero, igualito a Maradona.
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