Orlando Mejía Rivera*
En este 2017 se cumplen los treinta años de la muerte del gran poeta salamineño Fernando Mejía Mejía, acontecida un 22 de abril de 1987 en Manizales, cuando él tenía 58 años de edad. Su obra fue breve, pero de una textura literaria que ha perdurado con merecimiento, y todos sus poemarios deberían reeditarse para que las nuevas generaciones de lectores conozcan una poética sugestiva y auténtica. Los títulos publicados en su vida fueron: La inicial estación (1961), Cantando en la ceniza (1962), Los días sagitales (1966) y Elegía sin tiempo (1978).
La inicial estación fue su primer libro, donde recogió poemas escritos entre los veinte y los treinta años de edad. Allí se detectan ya sus dos grandes evocaciones: el recuerdo de su hermosa y bucólica infancia, vivida entre las montañas y los cafetales caldenses y la incertidumbre del joven adulto ante un mundo exterior que se le desnudaba en sus obscenas cicatrices. En Poemas de la infancia está el olor a tierra recién bañada por la lluvia, el arado, el buey, el labriego, la imagen de un padre bueno al que luego asociaría a la belleza de Walt Whitman; allí está el alma del niño que descubre a Dios en el oro del trigo, en la miel de las abejas, en la transparencia de los ríos, en el olor a paraíso de los atardeceres campesinos; es la nostalgia de su espíritu en calma lo que evoca por medio de la figura de las rosas y los maizales: "Amo la paz humilde; la sencilla/ paz de los seres más elementales/ la que deja el lucero en su amarilla/ caída oblicua sobre los trigales". También poetiza a los ángeles y escribe una “canción para que los niños se eternicen” y un soneto al bardo pastor de Miguel Hernández y a la ternura de Juan Ramón Jiménez, el padre del platero frágil. Luego, abruptamente, el niño es arrancado de su ensueño de diáfana unidad y el mundo campesino que era esencia de su propio yo infantil, se transforma en un hostil territorio extraño de casas de cemento, de voces agresivas que hieren su hipersensibilidad y surge la angustia como una reacción contra la inexplicable pérdida: "Estaré siempre solo. Soberbiamente solo,/ como un viejo marino que pierde su navío,/ y se ve condenado a seguir transitando/ con su terrible angustia los más duros caminos".
En su segundo libro Cantando en la ceniza se incrementa la intensidad de su nostalgia de la infancia y sus ojos comienzan a mirar hacia atrás, en el inconsciente común de la humanidad, por ello funde su música poética con la de Rimbaud y se desliza entre líneas el mito del Ave Fénix: hay que quemar los límites conocidos para renacer a otro espacio de posibilidades, hay que quemar los barcos de las certezas interiores y obligarnos a forjar senderos en lo desconocido. En un trágico discurso, asumiendo la representación de los humanos que todavía no han asesinado el corazón de la sensibilidad, invoca a Prometeo: "Estoy encadenado.../ los dioses han matado mi esperanza/ -- sórdidos matarifes de mi gozo --;/ me quitaron el pan, el aire y el amor. Me condenaron/ a sufrir un exilio sin memoria./ Incéndiame, padre Prometeo, la sangre,/ para que sobre mi ceniza/ crezca un nuevo misterio de la vida".
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En Los días sagitales hay menos cantos a la naturaleza y aumentan los poemas a la sangre, al monólogo en los desiertos, al dolor de los que lloran hacia adentro, al exilio, al olvido, al ángel de la muerte y al polvo de las desesperanzas. Fernando Mejía fue depurando su corporeidad en el fusor del misterio, penetraba en las honduras, su poesía fue cada vez más creación simbólica y adivinanza. En este acelerado proceso psicológico que vivía, entendió que su época era un periodo especialmente oscuro para los poetas, ambiente de incomprensión, porque los defensores de la realidad concreta no veían en la poesía más que un juego para la entretención de desocupados o lunáticos. Fernando fue consciente del “gueto” espiritual en que vivimos: "Yo vivo en el momento más difícil del hombre./ La fuerza prometeica quema en vano su sangre./ Las palabras más simples han perdido su nombre,/ Y el ser entre cenizas de angustia se debate". El símbolo de lo transitorio es percibido por el poeta, el cosmos es un laboratorio alquímico sin límites, donde la metamorfosis es la energía que le da sentido a la vida y a la muerte.
El núcleo de los poemas de Elegía sin tiempo se nutre de la muerte, de la ceguera de los sonámbulos y de la nada. Acá el poeta, en el para mí su más extraordinario canto de cisne, laberíntico, inmortal, pavoroso, elevado a las alturas de la conciencia colectiva, escribe su poema Si los muertos entierran a los muertos, símbolo que desgarra el frágil dormitar de los sonámbulos: "Moriré duramente/ en la memoria de la vida/ moriré vivamente/ en la vida/ sin tiempo de la muerte./ Si los muertos entierran a los muertos/ estaremos perdidos./ Ya no tendremos tiempo/ para yacer sobre el olvido./ Ya no tendremos tiempo/ para ver nuestros nombres/ huyendo como niebla de los obituarios./ Los muertos/ deben ir caminando hacia el sepulcro/ porque los muertos/ ya no podrán estar sobre los vivos,/ y los vivos/ estaremos cansados de estar muertos./ Entonces,/ si los muertos entierran a los muertos,/ no morirán los vivos,/ porque estarán alegres de su muerte".
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Estos vocablos traspasan cualquier red racional y lógica... “Si los muertos entierran a los muertos/ estaremos perdidos”. El poeta pronuncia palabras vedadas a la conciencia humana, comete el sacrilegio de su héroe Prometeo, roba a los dioses el fuego, es el Orestes de Sartre en Las Moscas intuyendo que Zeus no es eterno y tiene miedo, es el visionario que descifra que el límite entre vida y muerte no está cuando la vida finaliza, sino que se encuentra entrelazado con la propia vida. Hay vivos que ya están muertos, sus ojos no reflejan el brillo de la inmortalidad, vivos que hablan, sueñan, comen, se enamoran, pero ya se encuentran muertos. Es la condenación radical, no la finitud que como una isla está rodeada por el mar de la perpetuidad, sino la finitud que es cubierta para siempre por las aguas del mar de la muerte final. Muertos que respiran y tienen el cerebro caliente, esos que dejaron ahogar su ser en la orgía materialista de los poderes que se compran.
Fernando recorrió, sin saberlo, un sendero que veinte siglos antes un anónimo monje chino había caminado, luego de meditar en un bosque de bambú; allí el hombre dijo sus últimas palabras “Somos muertos que entierran a sus muertos”, luego cerró los ojos y murió conservando sus piernas cruzadas sobre la tierra. En síntesis, los grandes poetas, gracias al principio de Tiresias, han sentido el fluir continuo de la muerte de su yo repetida a cada segundo, pero, a la vez, de un renacer que se percibe en la cadencia de sus poemas. Todos sabemos que vamos a morir, pero en el fondo ninguno lo creemos; en cambio los poetas no saben que van a morir, sino sienten esa muerte en el proceso de su vida. Es Fernando Mejía atravesando distintas alternativas y etapas: la infinitud de las sordideces nocturnas, la soledad misántropa del que no es entendido en su lenguaje y luego el hallazgo de un amor de infancia en el otoño de su vida; la mirada vuelta hacia sí mismo y una muerte apacible como la que merecen los guerreros valientes, que por no temer morir en las batallas cierran los párpados en la tibia calma de sus lechos.
Por último, palabras que se repiten en la obra de Mejía como: caminante, olvido, memoria, simiente, dolor, sangre, tiniebla, abismo, exilio, lumbre, desolada, fuego, desierto, muerte, umbral, soledad y tránsito, extraídas fuera del contexto de los poemas se apagan en su capacidad mágica de hacer vibrar el interior del lector; pero de nuevo puestas en los sitios originales de los versos recobran el vigor de esa maravillosa sinfonía, que nunca podrá ser disfrutada plenamente con la estricta y analítica racionalidad.
*Escritor. Profesor titular Departamento de Salud Pública. Universidad de Caldas.
Portada del poemario La inicial estación. Biblioteca de Autores Caldenses, 1961. 1ª edición.
Portada del poemario Los días Sagitales. Biblioteca de Autores Caldenses, 1966. 1ª edición.
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