
Jorge Abel Carmona Morales*
La pornomiseria no surge por generación espontánea. Quienes hemos seguido la evolución de la obra artística de Víctor Gaviria nos hemos dado cuenta que detrás de ella se esconde un trabajo arduo, un trabajo bien planificado en lo estético, en lo sociológico y en ese algo más que no es ni estético ni sociológico y que solamente se produce en ciertas almas sensibles. Un estilo único.
¿Por qué, entonces, no es pornomiseria una película como “La mujer del animal”? Porque en ella no existe la pretensión de lucrarse económicamente de las miserias que arrastramos los colombianos que son representados, en este filme, por un grupo poblacional de condiciones vulnerables; claramente, el animal es un campesino sin educación que ha violado todas las normas de convivencia posibles, tal vez porque esa posición es una forma de sublevación hacia un orden político que no le inspira confianza.
Un documental clásico colombiano llamado “Gamín” de Ciro Durán es un ejemplo de la pornomiseria audiovisual que proliferó en ciertos años en Colombia con el único fin de obtener dinero por este tipo de obras. De los europeos y norteamericanos que pagaban altas sumas por las películas vendidas aquí por unos cuantos, ciertos directores enfocaron todos sus esfuerzos en realizar cuadros amañados de una realidad fragmentada por la pobreza material y espiritual de Colombia.
Un conocimiento profundo
Víctor Gaviria ha pasado alrededor de ocho años de su vida investigando la violencia de género, entrevistando a decenas de mujeres que han padecido este flagelo, ha convivido con familias de las comunas más vulnerables de ese Valle de Aburrá que se extiende como un monstruo de mil cabezas por esas laderas antioqueñas, con el objetivo de adentrarse en las entrañas de la bestia que supone la miseria del país.
Encontrar en el lenguaje las formas más acendradas de la violencia le ha implicado al director antioqueño un conocimiento profundo de la comunicación verbal de ciertas poblaciones colombianas. También, la elaboración estética de la película está al servicio de una sensibilidad muy propia; Víctor Gaviria pone la cámara en lugares exactos, enfoca los rostros cuando hay que hacerlo, se encarga de angular las personas y a las cosas de un modo certero; hace correr a los personajes y detrás de ellos construye las imágenes como un artesano que quiere configurar su mejor obra.
Una sociedad cómplice
“La mujer del animal” es una declaración de principios: las mujeres son las víctimas favoritas de una discriminación más grande que la sexual, es una dominación social de la que el Estado ha participado mayoritariamente por acción o por omisión. Las creencias de las mujeres son las carencias de un país que no ha brindado las mínimas condiciones de vida para garantizar un futuro prometedor para sus ciudadanos. Ese compromiso político no explicitado se adivina en cada escena, en cada composición de los planos, en cada personaje violentado o violentador. La sociedad es cómplice de la bestia, el animal merodea por esas lomas empinadísimas de ternura calcinada que componen las Comunas de Medellín. De esa historia abatida por el olvido surge la voz del maestro antioqueño como un sonido delicado en medio de un contexto agreste, pero audible, enteramente comprensible. Por eso el mensaje, que para los puristas se antoja demasiado explícito, requiere de diafanidad para ser mostrado a una sociedad indolente y que dentro de su estructura genética contiene grandes dosis de olvido.
La narración de la película está bien llevada; los personajes se presentan correctamente, las situaciones se construyen bien, esa ciudad lejana, que se observa privilegiadamente por las desigualdades del terreno, constituyen una crítica social que la vista ratifica. Allá, a lo lejos, se halla la ciudad cosmopolita; aquí, donde la cámara denuncia y a la vez sueña, se ocultan los residuos de una sociedad clasista como la antioqueña.
La búsqueda del autor
Pese a alguna que otra actuación forzada, lo esencial del mensaje que Gaviria quiere presentar logra transmitirse plenamente. Ese episodio basado en hechos históricos de la violencia colombiana, escapa al típico problema bipartidista o paramilitar narcoguerrillero que venden las novelas colombianas que típicamente son pornomiseria. Honestamente, no he visto otra película de mejor confección sobre este problema social (con menos calidad que “Rodrigo D” y que “La vendedora de rosas”), que este relato de Gaviria. Logra enrostrar lo que la sociedad sabe y no se atreve a decir, como aquel miedo de la mujer del animal, que no escapa, que no reacciona, que deja que su bestia la viole, la maltrate, la trate como una cosa inservible. El animal es incapaz de sentir amor, su mundo es un mundo ilimitado, un mundo de vejaciones. Así se crio, la sociedad lo avaló, las mujeres se le entregaron o fueron presa de su fuerza bruta y de la fuerza de la inactividad de los otros.
Por eso, porque un autor que busca despojar su corazón de los demonios; que encuentra en el arte una posibilidad de congraciarse con su propia alma; que devela por medio de las imágenes los ecos perdidos de la desidia y la inconmovible actitud de los colombianos hacia las mujeres, hacia los niños, hacia los viejos; que muestra a la gente como es, sin maquillajes pero con una cámara maquilladora por sus posiciones; que explora sociológicamente la realidad nacional; que nos confronta como un espejo reluciente sobre nuestro pasado para remover nuestros deseos de construir un futuro distinto. Es, por todo y con todo, una obra auténtica de un artista hechizado por sus propias búsquedas.
*Antropólogo. Magister en Filosofía U. de Caldas.
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