Si se toma fuera de contexto, mencionar nombres de municipios como La Dorada, Puerto Berrío, Barrancabermeja, San Pablo, Puerto Wilches, El Banco, Magangué o Soplaviento, entre otros, puede sugerir distintas asociaciones mentales. Las primeras, por su condición de ribereños, sugieren ideas acerca de las actividades a orillas del río Magdalena, las lanchas, la pesca, el bullicio de los puertos, las altas temperaturas… pero al tiempo, casi de manera inevitable, aparecen en la mente imágenes de infraestructuras deficientes, de aguas contaminadas, de viviendas desvencijadas a orillas del río, de hombres y mujeres curtidos al sol, de niños y niñas descalzos… de marginación y abandono estatal. Y casi como consecuencia del contraste entre lo paradisíaco de la imagen mental del paisaje ribereño con lo desolador de la imagen de pobreza y marginalidad de algunos de sus habitantes, afloran los recuerdos de territorios marcados por el dominio de quienes han ocupado lo que el Estado ha dejado vacío, con sus propias reglas, con su propia idea de justicia, con su estrategia de apropiación del río, sus riberas y sus gentes.
Por muchos años, como escenario permanente del conflicto colombiano, el río Magdalena ha sido sometido a una transformación real y a otra imaginaria. La real es la que ha cambiado su color, la que lo ha llenado de sedimentos, la que ha agotado parte de su riqueza biológica, la que lo ha convertido en vehículo de lodos, árboles y cuerpos inertes de víctimas del conflicto. La transformación imaginaria es la que ha ganado para el río una idea de enemigo de la vida, de amenaza permanente, de sepulcro… la que hace pensar que el río mencionado en cientos de bambucos, pasillos, porros y vallenatos, en los libros de Gabo o retratado en los grabados del siglo XIX, es otro río, distinto del que ahora nos intimida o nos inunda.
La peregrinación por el río Magdalena con la imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá no es una simple procesión de carácter religioso. Es un acto de restablecimiento, reconciliación y resignificación del río, de sus riberas y de sus pobladores. En el imaginario de un país que pareció resignarse a la ausencia de paz, aceptar la muerte de su arteria fluvial más importante era apenas otro tanto de sus duelos. Pero en el país de hoy, en el de tantos que tenemos esperanza en el retorno de la paz (la negociada y la construida), en el de la urgencia por el reconocimiento y la restauración, es preciso volver al río y devolverle su significado de corriente de vida.
El recorrido que guía Monseñor Leonardo Gómez Serna es, al margen de cualquier confesión religiosa, una invitación a la reflexión y a la acción, con una imagen en algo similar a un pasaje narrado en los Evangelios. Según uno de ellos, Jesús, defensor de la justicia y promotor del perdón entre los seres humanos, desde una barca predicó y luego de ello invitó a los hombres a “echar las redes”, reclutándolos para una causa centrada en el amor, la solidaridad y la reconciliación. Dicho pasaje ni siquiera narra el contenido de la predicación de Jesús, sino pone su énfasis en el llamado y el compromiso asumido por los pescadores que allí se encontraban.
La peregrinación es apenas un pretexto. Lo importante es el llamado a la reconciliación, con nuestros semejantes, con el río, con la naturaleza. Pero no para que sea un gesto emotivo por el paso de quienes peregrinan. Ha de ser un compromiso, un cambio de actitud, una convicción porque nuestro río Magdalena vuelva a ser una corriente de vida y nuestra patria vuelva a ser un paraíso de paz donde todos los seres vivos podamos coexistir armónicamente.
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