Los Estados se constituyeron en la historia para proteger a las personas. A su vez, los ciudadanos aceptaron pagar impuestos para sostener al Estado, esperando su protección sin distingos de raza, posición económica o social.
Sin embargo, aún se encuentran imperfecciones en el Estado para garantizar la plena satisfacción de los derechos para todos los seres humanos. En general, una elite de personas ostenta el poder y son las más favorecidas con las decisiones estatales. También, existen grupos humanos que por sus diferencias con estas élites sufren de una menor atención y a veces de persecución por parte del Estado. Tradicionalmente las comunidades indígenas han sufrido la mayor discriminación, por cuanto los Estados, al menos en el continente americano, se constituyeron mediante la conquista y subyugación de las comunidades indígenas originarias. Por razones similares se discrimina a las comunidades afrodescendientes, recordándoles un pasado de esclavitud que ellas no escogieron y que fue impuesto de manera violenta e inhumana.
Pero también hay fallas en la garantía de derechos para las mujeres, los jóvenes y las comunidades LGBTI. Esto no se entiende, porque todos ellos son seres humanos y por lo tanto ciudadanos. Cualquiera de estas personas puede hacer aportes muy importantes a la sociedad en la que viven; tenemos mujeres científicas, presidentas e indígenas presidentes y artistas; descendientes afro en altas posiciones del Gobierno, incluyendo un presidente de los Estados Unidos; tenemos personas de la comunidad LBGTI en cargos importantes de Gobierno, la ciencia, la economía y la investigación.
Sobra incluso decir esto, pues siendo seres humanos como cualquier otro pueden desarrollar ampliamente sus capacidades si hay un ambiente propicio que lo permita.
¿Somos un Estado moderno que proteje a estas minorías? Aunque hemos avanzado mucho, todavía hay mucho terreno por andar. Tenemos mayor equidad de género y las mujeres están llegando a cargos directivos en el sector privado y público. Pero siguen existiendo diferencias de sueldo muy sustanciales para mismas posiciones de trabajo; y en el sector rural todavía vivimos el trato a las mujeres de comienzos del siglo pasado: los hombres deciden por la plata que ganan las mujeres, deciden si planifican o se llenan de hijos y hasta deciden si pueden estudiar o no.
Pero los más excluidos de todos es la comunidad LGBTI. Vistos siempre desde la óptica moralista e incluso desde la patología social, esta comunidad debe enfrentar el rechazo de sus familias, el bullying en los colegios, el maltrato en las calles. Aunque algunos logran superar estas barreras y encontrar formas de superación que incluyen una carrera y el establecimiento de una familia, muchos de sus miembros terminan relegados por la estigmatización a oficios limitados, muchas veces relacionados con la prostitución y el consumo de drogas.
¿Qué hace el Estado para cambiar esto? Muy poco, en realidad. A veces incluso se esfuerza más por quitar derechos a esta población que en garantizar su protección. Entre tanto, florecen actos tan aberrantes como el que vimos esta semana con ocasión del Día Internacional de la Diversidad Sexual, en el que un hombre bajó la bandera del orgullo gay y la destrozó con una navaja, en un acto que parece ser la premonición de que nuevas amenazas de violencia se ciernen sobre esta población. Recuerdo a una amiga que vive en Canadá diciéndome que en el día del orgullo gay en su ciudad salieron a marchar el alcalde, su gabinete de gobierno y el comandante de la Fuerza Naval Canadiense con sus oficiales. Estamos lejos.
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Javier Moncayo
Director Ejecutivo - PDPMC
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