Escribo este artículo en la víspera de mi primer cambio de gimnasio. Por alguna razón venida del caudal de inseguridades humanas, siento esta transición similar a cambiar de colegio, entrar a la universidad, conseguir un nuevo trabajo o algo de este estilo.
Confieso que no soy atleta y, mejor, me puedo considerar un usuario de gimnasio, sin jactarme de que con ello soy fitness o fit, como ahora osan llamarse los esnobistas del ejercicio y la vida libre de remordimientos. Así para qué vivir...
Voy al gimnasio desde hace unos tres años por recomendación médica. Tenía 22 años y ya había aparecido el primer problema de salud a largo plazo: hipotiroidismo subclínico. Fue el primer mazazo de la vida para alertarme de que no podía seguir escupiendo para arriba porque me iba a caer en la cara… Precisamente eso me sucedió. Yo, que por años había jurado nunca pisar un gimnasio porque sería caer en el juego torpe del narcisismo y la ingratitud existencial, estaba ya inmerso en ese mundo.
El comienzo, debo confesarlo, no fue fácil. No siento afinidad por los aspectos mecánicos de la vida, por lo que la palabra “rutina” siempre se ha ido al diantre cuando la asocio con el ejercicio. Debe ser soberbia juvenil, orgullo personal, bronca existencial o algo que no me permite compartir del todo esa vida.
Quizás por ello siempre he procurado tener un entrenador personal, aunque sean costosos: ellos me presionan, me exigen y no dejan que mi díscolo interior se le rebele al ejercicio y me haga caer en lo confortable de la pereza. Al menos, con ellos, las rutinas no parecen tan evidentes y cada visita es un sometimiento distinto. Por eso, valoro siempre el trabajo de José Felipe, mi primer entrenador de la vida y ahora de Andrés.
Sin embargo, cuando no estoy con ellos, las cosas cambian y se tornan en una gris batalla entre hacer lo que debo hacer (ejercicio) o marcharme a vivir la vida sin tanto peso. De allí nace este abecé con algunas características que encontré en mi primer gimnasio y quizás pueden suceder en el suyo si a bien o a mal asiste a uno.
A. Los gemidos. Gran parte de no tolerar un gimnasio son los gemidos de muchos de sus usuarios, quienes canalizan parte de su enorme fuerza para levantar grandes cargas con gemidos casi orgásmicos, pero siempre desafinados. No con ello debo decir que esté mal gemir o emitir algún sonido a raíz del esfuerzo físico, pero sí hay unos que se pasan. El aire que pierden gimiendo les serviría más en otras lides.
B. Soy enemigo de los bullosos o los sonidos fuertes. Por eso, nada encomiable es la estima que siento por aquellos que dejan caer cuanta pesa tienen a su haber. El combo es gemido con caída escandalosa. ¡Vaya superación! Ya todos escuchamos. Podemos continuar.
C. Un error común que cometen muchas personas en un gimnasio es querer imitar a sus semejantes, así ignoren sus propias condiciones y limitaciones físicas. Comprender el tiempo y la constancia individual es clave para lograr los resultados deseados. La fisionomía de todos es diferente, por lo que no vale la pena luchar para ser como alguien. Mejor, encuentre la mejor forma de su ser de acuerdo con su anhelo.
D. Una máxima que he descubierto con el tiempo es: Si te es fácil es porque probablemente lo estás haciendo mal. Soy torpe. Muy torpe en cuanto al ejercicio se refiere. Memorizar la técnica de varios movimientos no ha encajado entre mis prioridades esenciales, por lo que muchas veces los ejercicios que me han resultado fáciles resultan en nuevas repeticiones con mayor exigencia.
E. En este grupo he estado yo. Los inseparables del celular. Hace algún tiempo decidí dejarlo en el camerino o el morral porque no tiene sentido vivir más pendiente de un teléfono móvil, so pretexto de descanso, que en realidad correr el tiempo correctamente de un entrenamiento. Una vez, un gran amigo me cuestionó por qué yo lograba evacuar una sesión completa entre 50 minutos y una hora. Luego de medir mi respuesta, aduje que todo se debía a que el tiempo de descanso estaba medido y que la clave para un rendimiento eficiente estaba en concentrarse, más que en el ejercicio, en controlar los descansos. El celular no lo permite, y menos quienes se estacionan a perder su tiempo y no permiten que otros usen las máquinas, porque su sudorosa humanidad está aposentada allí.
F. Quizás en este punto dirán que soy muy quisquilloso, pero no tolero los usuarios de gimnasio que llegan con parlantes a poner música en el gimnasio. Me pasó en uno de los más exclusivos de la ciudad y a pleno mediodía quienes allí estábamos tuvimos que entrenar a ritmo vallenato. Los audífonos siempre son la solución.
G. El vocabulario. Conocer a fondo cada uno de los términos de un entrenamiento me ha costado, probablemente más por desinterés que por dificultad. Abducción y aducción lógicamente no son lo mismo. Tampoco el curl. La prensa es en la que trabajo y ya está. Ni la polea, tampoco el banco y cosas así. Me toca hacer convenciones de atención para luego poder familiarizarme con el tema. Luego, ¿que por qué lo hago mal?
H. Los desaseados. Sí. Los hay y son muchos. ¿Qué les cuesta limpiar la máquina después de haberla usado cuando sobre ella reposa suficiente humedad producto del sudor corporal? ¿Por qué son así? ¿No les enseñaron a limpiar? ¿Les gustaría encontrar una máquina así? A veces me he visto inclinado a coordinar un movimiento en favor de la higiene en los gimnasios.
Estos son algunos apartes de las crisis del gimnasio. Podrían ser genéricas, pero yo las extraigo de mi experiencia primera en uno de estos sitios de entreno. En verdad, un gimnasio (porque decir gym es moda) es una ayuda inmensa para la salud corporal y mental si se sabe administrar y no se ve a este sitio como un ritual que entorpece el devenir de la naturaleza.
A veces choco con quienes el gimnasio los torna antinaturales y juzgan a sus semejantes por vivir sin tantas limitaciones. He contado calorías, sí y mal haría en negarlo, pero asumir que todos deban vivir este estilo de vida es tan egoísta como los pensamientos ante el espejo que dicen que nunca es suficiente para la belleza exterior… si es que a tener músculos proporcionados se le puede llamar belleza. Quizás, en una margen bastante estrecha, de estética y hasta ahí. Solo queda recordar que todo lo que llega se va.
Una apostilla: No soy musculoso, tampoco atlético, como dije. Y creo que no quiero ser musculoso ni voluptuoso, porque temo volverme esclavo del cuerpo o jamás sentirme conforme con quien soy y vivir en dependencia de mi propio inconformismo. Es decir, vivir una rutina. No planteo volverme un objeto y mucho menos, de deseo. Bien cierto es que mucho se desea el físico de alguien, pero poco se quiere, porque nadie sabe el trabajo que detrás tiene y nadie está dispuesto a pagar los sacrificios ajenos.
Una cosa es que el ejercicio sea salud y otra es que el gimnasio sea vida, pienso yo. Muchas me contradirán, de eso estoy seguro, pero que sí me mejoran la calidad de vida ¡claro que lo hacen!, porque aún no he conocido ningún episodio de pueda reemplazar la gratificación que siento al superar mi umbral de esfuerzo físico que otrora creí inalcanzable. Son victorias pírricas, pero a la larga… victorias.
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