SOPA DE ARROZ
La mujer apenas se distingue entre los sucios tendidos de la cama, porque aparece su pequeña cabeza de pelo abundante y enmarañado sobre la almohada de color indefinido. El cuerpo minúsculo no se nota entre las cobijas revolcadas. Respira con cortos jadeos y no cesa de gemir.
El Monito la mira aterrado desde el rincón junto a la puerta, donde se ha pasado la mañana. No salió a jugar, ni a montar en el viejo triciclo desbaratado, ni quiso acompañar al tío a encerrar las vacas para el ordeño en la hacienda donde trabaja; ni fue a corretear con el perro ovejero por las lomas del Zancudo. Allí parado, sin quitarle los ojos desorbitados al triste panorama de su madre, no quiso probar el desayuno de aguapanela con arepa que le llevaron. Y se hizo pipí en los pantalones. No le pasaba desde hacía más de un año, cuando se orinó en la cama luego de haberse tomado él solo, sin respirar, casi un litro de gaseosa que le regalaron porque se le había ido el gas, –!esos tan bobos! si antes estaba más dulcecita– les había dicho esa vez, con la cara empegotada y la barriga rechoncha.
El tío pregunta desde la cocina que si las papas y el arroz se echan al tiempo. La mujer no se inmuta, pero sí el viejo desde el corredor, que primero el arroz, y que le ponga también un junco de cebolla, –...así entero, que eso es la misma pendejada–.
Es torpe y burdo en la cocina. Ese no es oficio para él, piensa, pero hay que hacerlo. No sabe si puso mucha o poca agua a hervir, y la cantidad del arroz la calculó sopesando instintivamente lo que podía gastarse. No lavó la olla sino que se limitó a rasparla con una cuchara que limpió con el pulgar luego de tirarle los restos al perro en el piso del corredor.
Cuando supuso que la sopa estaba lista la quitó del fogón y se puso a revolver para enfriarla. Sirvió unas cucharadas en el plato de peltre y se paró con él al lado de la cama:
–Coma mija, que está bueno... coma, que si no va a ser peor. ¡Mono!, dígale a su mamá que coma, que así nunca se va a aliviar–.
El Monito no se mueve. Sigue mirando a su madre con los enormes ojos bien abiertos. Tampoco quiere comer. Se muere del hambre pero no quiere probar bocado. Él sólo quiere que la mamá se levante; que vuelva a sonreírle y a mimarlo; y a cargarlo para darle besos que huelen a leña y a perfume extravagante.
El plato y la cuchara quedan en el suelo, al pie de la cama, y el tío llama al viejo para servirle su porción del guiso pálido, que éste lleva hasta la mesita del corredor donde permanece siempre, sentado en uno de los dos desbaratados taburetes de madera.
El tío se come los restos en la misma olla, parado en la puerta de la cocina con la mirada perdida en los bosques de la cordillera.
–Tampoco subieron a su mamá...– habla el viejo con la boca llena de comida, con esa manera que tienen de comunicarse que pereciera que lo hicieran para sí mismos, mirando a lo lejos.
–Mmmmh, tampoco– voltea la mirada hacia la ciudad pero lo que ve de verdad es el brumoso dibujo de las montañas del Chocó, que para él se confunden con las nubes en el lejano horizonte. Sigue comiendo de la olla, casi con la mano, por la forma como sumerge la cuchara hasta la empuñadura para sacar la mayor cantidad en cada bocado. No piensa en el regreso de la vieja, que lleva una semana en el hospital de caridad pero ya la reportaron de alta, o de “estable”, que algo así dizque decía en el tablero de la portería y no hay de que preocuparse, siendo como es de alentada; no como Belén, que la cogen esos ataques y la dejan postrada tres y cuatro días... Ni piensa el hombrecito si es sabroso lo que preparó para el almuerzo, que mastica con la indiferencia de los rumiantes, pues el gusto es un sentido que jamás desarrolló y sólo le interesa acabar con la fatiga que le produce el hambre.
Mira para la ciudad, pero en su mente primitiva lo único que cabe es el asunto del negocio que acaba de hacer. De una les disparó por diez millones y le pararon el cañazo. Les vendió la casita, a pesar de los consejos perentorios del patrón de que no fuera a ser tan bruto. Que por esa plata no iba a conseguir nada ni siquiera parecido a su pequeña casa, como estuviera de destartalada; en semejante vereda tan tranquila y semejante vecindario.
–¿Bruto yo? si claro, como les queda de fácil arreglarle a uno la vida ¡ricos hijueputas!
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