PAVOR
El lugar lo descubrí desde la otra acera. Me había detenido a descansar en el antepecho de una vitrina y analizaba descuidadamente la enorme fachada del frente.
Para poder entrar debería devolverme hasta la esquina, desde la mitad de la cuadra, lo que sumaría unos ciento cincuenta metros al trayecto de retorno al hotel, luego de cuatro o cinco horas de recorrer andenes atiborrados de turistas y laberínticos callejones, sin haberme sentado ni doblado las rodillas, y habiendo apenas descansado en unas muy esporádicas ocasiones, como aquella en particular en que encontraba el muro de una ventana o de una reja de jardín que no solamente no estuviera tachonado de puntas —como el lomo de un dinosaurio—, sino que fuera de la altura precisa para poder descargar sobre las caderas el peso del cuerpo y relevar de su tarea por unos minutos a las piernas entumecidas por la fatiga.
Retorno al hotel que parecía inalcanzable esa tarde, y que se alargaría volviendo hasta la esquina para poder cruzar usando las rampas del sardinel. Pero ni siquiera lo dudé y me fui resuelto a visitar la misteriosa librería que anunciaba tan extraño exterior. Extraño, a pesar de que sus elementos arquitectónicos eran los mismos del sector, y en particular de la casa, la del centro de tres enormes edificaciones que formaban la cuadra, las cuales denunciaban esplendoroso pretérito por sus dimensiones y detalles originales, y pobre y decadente presente por el deterioro y la proliferación de locales y portones adicionados en el nivel de la calle.
Algo que presentía yo en el interior de la Librería Sant Pau —en la calle del mismo nombre, que atraviesa una zona de pobres de la vieja Barcelona antes de llegar a Las Ramblas por el Liceo— donde a excepción de una mínima parte de los libros, y la alarma electrónica que suena cuando se traspasa el umbral, todo parecía detenido en un pasado lejano; me atraía poderosamente.
Estático en el pasado parecía todo allí, hasta el viejo que apenas pude descubrir detrás de unos anteojos de aparatosa montura, absorto entre papeles sobre el vetusto escritorio que protegido por una muralla de libros y revistas, sobre la cual solo aparecía la corona de canas de su anciana cabeza, hacía las veces de mostrador.
El local era angosto y profundo, con la típica fachada en cristales y madera, la puerta enmarcada por dos alargadas vitrinas, adornada sólo por el discreto aviso con el nombre y el género único de su mercancía: el teatro. Se veía desbarajustada la fachada, así como los muebles y estanterías hasta el techo en el interior, donde había una primera sala con una mesa en el centro, que como los estantes bajos, contenían los libros nuevos y las revistas especializadas; en los más altos, así como en la segunda sala al fondo y en y alrededor del escritorio –que dividía el espacio y donde alumbraba la única lámpara que impedía la total oscuridad en la parte de atrás— había más libros atiborrados. Muchos libros cuyos títulos no se podían leer porque los cubrían el polvo y la pátina. Las tablas de los anaqueles habían cedido con el peso, y creaban un ambiente elástico, como si todo se derritiera, o fueran dibujos de Salvador Dalí, pero con la textura gris de los subterráneos. Como una caverna...
En el primer salón me estuve, sin atreverme a pasar más allá, leyendo al azar los títulos de libros y revistas de la mesa, nombres desconocidos de un tema que ignoraba, buscando la fórmula para justificar mi intromisión, así pareciera que nadie había allí conmigo, tal era el desinterés y el camuflaje del librero, a quien no se oía ni respirar en aquel silencio.
No sé de teatro pero sentía la urgencia de preguntar por algo que justificara mi irrupción en aquel ambiente que me invadió desde el mismo instante en que crucé el umbral. El personaje detrás del mostrador ejercía un severo poder que me obligaba al mayor respeto, a pesar de no haber levantado la mirada de lo que parecía un crucigrama entre el desorden de libros y papeles. Un poder que muy pronto se convirtió en intimidación y amedrentamiento; sin un solo gesto de su parte, ni una palabra, me obligó a salir apresurado, a escapar como buscando con desespero el aire de la calle que adentro sentía que me faltaba.
No pude evitar una última mirada desde la puerta, por el rabillo del ojo, al enigmático personaje quien por fin había levantado la vista, por encima de las gafas enormes, y me miraba con la expresión interesada de quien solamente se quiere percatar de que nos fuimos.
Llegué sin darme cuenta hasta el bar en los bajos del hotel para comer unas tapas con un vaso de vino antes de subir, siempre con gran desasosiego y todavía sintiendo el apabullamiento que me sacó de aquella librería, la cual comenzó a transformarse en mi mente en algo etéreo y desdibujado hasta el punto qué, y ahí comenzó mi pavor, me fui convenciendo de que realmente aquella no existía, y que nada de lo que tanto me tenía perturbado había sucedido.
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