LOS MÉDICOS INVISIBLES
Juan Bautista Matíz era hijo de un carnicero del norte del Valle. Se crió en un ambiente absolutamente permeado por mafias y pandillas del cartel de narcos posiblemente más sangriento y maligno de todos los que libraban, entre ellos mismos y contra el mundo, una guerra brutal alimentada por los poderes políticos y financieros hechizados por las exageradas cantidades de dinero que movían. Pero su padre, ligado a los capos por negocios de ganado, reconoció en el muchacho una especial inteligencia, lo mantuvo apartado de la desbocada locura de dinero fácil y barbarie que se vivía en la región y le permitió estudiar en un buen colegio privado, en otro medio social que increíblemente convivía con aquello sin que pareciera contagiarlo.
Luego estudió algunos semestres de medicina en una universidad del eje cafetero. Allá conoció de cerca el horripilante negocio de Los Médicos Invisibles, una banda criminal de traficantes de órganos humanos conformada por médicos y estudiantes que trabajaban para clientes en Medio Oriente y Europa; así se llamaba a sí misma la pandilla, en referencia al mito santero de José Gregorio Hernández quien hacía operar a sus creyentes por un grupo de galenos inmateriales, quienes visitaban e intervenían a los pacientes durante el sueño.
Negociaban tanto con partes de cadáveres como con órganos de personas vivas quienes vendían o eran despojadas de vísceras y miembros que como un riñón o un ojo, no fueran indispensables para continuar con vida.
Desde los primeros días su universo en la u. se fue reduciendo a las aulas, la biblioteca y especialmente el anfiteatro y la morgue, de cuyo personal se amistó rápido y con quienes comenzó maquinaciones y complicidades desde cuando les compró los primeros huesos para las clases de anatomía. Ni siquiera la cafetería la frecuentaba y apenas trataba a sus compañeros y profesores. Un tipo bastante raro a pesar de su aspecto desapercibido y una fría discreción que se acercaba, realmente, a la invisibilidad.
Montó una sucursal del negocio de su papá en la zona de las carnicerías en los alrededores de la plaza de mercado en Manizales, que le pareció más prometedor ambiente para el que sería su verdadero objetivo comercial, puesto que se había dedicado apasionadamente al macabro tráfico con los muertos y los órganos humanos.
Se matriculó en dos universidades nocturnas en las que cursaba diferentes materias de distintas carreras, manipulando con ingenio las inscripciones y los créditos de manera que aprendía al mismo tiempo contaduría, derecho y por supuesto carreras afines a la medicina; por donde rápidamente se conectó con los tanatólogos que manejaban el objeto exclusivo de su interés: cadáveres y órganos humanos.
Además se relacionó rápidamente con sicarios y criminales que operaban en el sector de La Galemba, de quienes muy pronto y con una frialdad asombrosa terminó siendo el amo y señor. Se hizo dueño de varias edificaciones en la manzana y acondicionó una especie de búnker con instalaciones especiales en las que se podían realizar intervenciones quirúrgicas, y al cual se podía acceder por varios de aquellos predios que fue ocupando con esbirros de su organización.
La empresa de Matíz, cuya apariencia era la de una pulcra carnicería de confianza, en realidad era una sincronizada mafia que asesinaba, desaparecía y comercializaba los restos humanos –que valían su peso en oro– de las víctimas de una poderosa clientela que crecía en la medida en que la corrupción y el latrocinio se enseñoreaban en la sociedad. Un negocio redondo.
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