Óscar Veiman Mejía
LA PATRIA | Manizales
La definición es común, en las redes sociales, sobre el sonido de los huracanes: Escalofriante. Estos días, luego del 15 de noviembre, ese silbido semejante al paso de una locomotora ha atormentado a Germán. Es su pesadilla, es el causante de su insomnio y a la vez el detonante del recuerdo cercano y amargo de la destrucción de Providencia, isla de 17 kilómetros cuadrados perteneciente al departamento de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.
El agrimensor, el mismo de la nube pintada de rojo en la jornada nocturna de erupción del Ruiz, ahora, 35 años y dos días después, estuvo atrapado por un huracán de máxima categoría (cinco) en el segundo piso del hotel Flemming Trees, del cual solo quedarían tablones y cuartones esparcidos, algunos aún aferrados a puntillas retorcidas.
El fenómeno traía toda su carga de terror, recién irradiada por Nicaragua, Honduras, Costa Rica y otras naciones del Caribe. Pasó por San Andrés, pero parecía más enfurecido con la pequeña Providencia y sus cinco mil habitantes. El jueves, cuatro días antes de la devastación, Germán se instaló en el hotel en inmediaciones del caserío de Pueblo Viejo y del sector turístico Fresh Water Bay, justo donde el viento golpeó más fuerte por estar a nivel del mar.
El destino, como piensa él, lo llevó a un nuevo encuentro con el infortunio. En realidad estaba allí porque un viejo amigo del IGAC, propietario de la empresa Geodesia por Satélite de Colombia, lo llamó para encomendarle el levantamiento topográfico de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, e n c o m e n d a d o por la Gobernación de la isla. “Yo estaba jubilado del IGAC desde el 2006, pero me seguían llamando para trabajos de campo, con la pandemia me asignaron labores de oficina y eso no es lo mío, preferí ceder el contrato. Y cuando llegó la propuesta de mi amigo, en octubre, la acepté”.
Viento enfurecido
El 25 de ese mes comenzaron trabajos en San Andrés. Allí el ciclón dio el pimer aviso. Con un coletazo sacudió hospedajes, negocios, casas, vías... Germán suspendió labores por seguridad, ante todo por la marea alta. Sin embargo, remitió a Bogotá los resultados del fotocontrol y clasificación topográfica que alcanzó a desarrollar. La siguiente misión era Providencia, pero la navegación de los 80 kilómetros que hay desde San Andrés estaban restringidos por las pésimas condiciones atmosféricas y el mar Caribe enfurecido. En un catamarán, para 50 personas, solo podían ir 25. En los vuelos de la aerolínea Satena exigían pruebas actualizadas por covid-19 y él no tenía tiempo para esperar los resultados. Al final, logró un cupo, gracias a que su trabajo era para la Gobernación. Tenía que dejar claro, que iba a la isla y volvería a salir una vez cumpliera su misión, pues es una exigencia de la población encaminada a preservar la isla que se encuentra prácticamente en estado natural. Es casi toda roca y vegetación nativa a la vista, donde llegan miles de turistas atraídos por el buceo como el snorkel para apreciar arrecifes de coral, fauna y flora marina y aguas cristalinas.
El jueves, viernes, sábado y domingo, con el topógrafo Edison y el auxiliar Miguel adelantaron parte de las tareas. En un carrito de golf, contratado por Germán, efectuaron recorridos para el fotocontrol, que consiste en referenciar cada punto del terreno que esté dentro de la foto y dar las coordenadas. El domingo iniciaron la clasificación de campo para la elaboración del mapa, tras recoger datos de accidentes geográficos como bahías, antenas, restaurantes, hoteles. En la noche acordaron por donde continuarían el lunes. Después de la comida empezó a llover y decidieron irse a dormir. En su cuarto, en el segundo piso del Flemming Trees, estaban a unas cuantas horas de vivir la pesadilla de sus vidas.
Quietos
Como a las 10:00 de la noche, el viento arrancó con un soplido estremecedor. Edison temió por un árbol que se recostaba contra su cuarto. “Aléjese de la ventana”, le aconsejó Germán. Poco después el mismo Edison, más sobresaltado, vio que las ramas casi se metían al cuarto. El joven topógrafo quería salir a la calle. Germán volvió, como en la emergencia vivida con el volcán, a su teoría de que lo mejor es quedarse quieto en momentos de tragedia. Les replicó con firmeza a Edison y a Miguel: “Ni se asomen”. Los vidrios, los techos, el piso, las puertas, los muros, que eran para resguardar visitantes, ahora eran una amenaza, en cualquier momento podrían lesionar a alguien arrancados por la violencia del viento. Las cosas se complicaron más cuando quedaron sin luz eléctrica. El ventarrón comenzaba a arrancar postes, árboles, y venía por los techos y vidrios de las ventanas.
A la 1:30 de la madrugada el huracán desplegaba su poder. El agua, tímida en un principio, pasó en minutos a un estado de chorros, filtrada por el cielorraso. La tormenta bramaba y la conversación entre los tres hombres quedó reducida a cero. “¿Usted está bien?”, preguntaba sin respuesta Germán. A la incomunicación auditiva pronto se sumó la física, se quedaron sin cielorraso, estaban a la intemperie y era como si los bañaran por baldados. En la oscuridad cada uno buscaba el clóset, la alacena, el baño, un lugar donde estar más seguro, aunque en realidad y las circunstancias eso era difícil. Lo único era esperar.
El temor de Germán era que se desfondara el segundo piso y cayeran al primero. El clóset fue el refugio que escogió. “El sonido cada vez era más duro”. Se asomó, con linterna en mano, y vio que ya no había ventana y la puerta se entreabría. Un golpe secó lo alarmó. “¡Dios mío! se cayó este piso”, pensó. Al regresar al clóset descubrió que era una piedra, del tamaño de medio bulto de cemento, la causante del estruendo. Un día después entendería que la roca era puesta por la administración en la parte alta del hotel para evitar que el viento se llevara.
las tapas de los tanques de abastecimiento de agua. En todo caso, esa roca lo obligó a buscar otro escondite. En la sala y en los cuartos llovía como si fuera a cielo abierto. Tomó los trípodes, la ropa y otras cosas. De un bolsillo del pantalón sacó otro de sus trucos. Bolsas de alto calibre que acostumbra llevar en sus viajes y lo suelen sacar de apuros. Empacó los trípodes, la ropa y hasta el celular. Amarró las bolsas y las puso en la cama. Calculó que el agua había subido cinco centímetros. Y se escondió en el baño durante horas interminables, a oscuras, empapado, con el agua hasta el tobillo y aturdido por la incertidumbre. Lo último que les gritó a sus amigos fue “oren , oren, oren”. Las palabras se las llevó el huracán, que como una aspiradora absorbía cuadros, cobijas, cortinas, toallas... Afuera arrasaba con la rica muestra arbórea de mangles rojos, blancos y piñuelos, a lo que les revolvía olivos, chaparros, mangos y pactas, la endémica palma de la isla.
En la oscuridad y sin poder salir a ver la hora en el celular, el tiempo pasaba en cámara lenta. Escuchaba el ruido interminable del viento y el sonido de latas y palos que volaban por los remolinos golpeando aquí y allá. Abrió la puerta y vio unas luces que alumbraban, no escuchó a alguien. Se le devolvió la película hasta 35 años y dos días, cuando en el Nevado del Ruiz también tuvo la sensación de que la noche no avanzaba y que era tan infinita como la angustia de esperar un amanecer que no llegaba. Hizo una conjetura: Si se cae este piso, se nos vienen las paredes y lo que queda del techo encima, quedaremos sepultados y nadie sabrá que estamos ahí, somos unos desconocidos”
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