Orlando Sierra Hernández
Qué pena con ustedes, pero en este día les doy el esquinazo. Hoy no habrá crítica en estas líneas, cuestionamiento no se verán, nada de pujas. Acá le rendiré tributo a doña Marina Hernández, mi vieja. Es el Día de la Madre y tengo la mía viva. Ella es una vieja altiva y vivaz, cantaletosa sin tregua y juguetona sin pausa. Digna como una santa de los tiempos antiguos; trabajadora que solo abandona su quehacer para ir a misa, ayudar a los viejos o acompañar a un difunto.
Permítanme este homenaje a ella y permítame usted, madre, que le haga este homenaje de palabras. No vaya a refunfuñar por él. Podría darle hoy un vestido o un florero; los cigarrillos baratos de su gusto o unas babuchas; pero usted, vieja, es difícil de hacer feliz con cosas. No la desvela sino honrar a Dios y servir a los demás, otros más pobres, lo cual es mucho decir.
Claro que no todo en usted es camándula y lucha. Aún saboreo su sazón en la distancia. Sus fríjoles con coles, madre, sus arepas con hogao, sus sopas de bollitos de maíz y la de cuchuco, sus huevos pericos. El paladar siempre me sabe a infancia y a fogón casero. Por lo demás, no pierdo de vista que Dios le otorgó el milagro de multiplicar el condumio. Alcanzaba lo que hacía aun para una legión de hambrientos. ¿Recuerda que una vez le metí una compañía de teatro entera en su casa? Sé que Rodrigo Carreño, el director del Tich, no me desmentirá si digo que en medio del rancho pobre en Santa Rosa, siempre hubo un plato de humeante sopa para el poeta y el teatrero, con la única contraseña legítima de que fueran amigos de su hijo.
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Usted, vieja, es una guapa. Desbravó montañas y de paso a la miseria para anclar en una pobreza digna, es decir en la casita que tiene, su estufita vieja y la nevera en la que hace helados para venderles a los chiquillos del barrio. Pero aunque pobre, siempre pastoreó sueños para sus cinco hijos. Por eso digo que a usted la vida le tiene respeto, aunque no le haya dado plata. Tanto respeto como el que nos mereció a sus hijos ese carácter filudo y negro como los cuernos de un toro.
¿Sabe? Quienes me conocen y saben de mis cosas como aquella que viví seis meses entre copas y putas, piensas que por eso y tantas cosas más, usted me desgració la vida. La verdad es que me enseño a vivir. Cierto que de solo recordarlos me duelen aún los morados que me dejó con la verbena y, que de tanto huirle y aguantar hambre, a veces pienso que mi primer amor platónico, antes que una mujer, fue un muslo de pollo; pero con todo y eso, usted, vieja mía, es mi ídolo.
Yo la admiro, madre. La vi criar pollos para darme estudio; la vi aprender a motilar niños, para darnos de comer; la vi vender carbón y petróleo por apostarle a nuestro futuro; la vi doblada en una máquina Singer cosiendo los anhelos de otros con tal de poder comprar luego un tubino de hilo y darle puntadas de amor a un pantalón viejo de papá a fin de hacer uno nuevo para mí. También recuerdo que mis primeros calzoncillos, como los que tuvo Rafael Arango Villegas, me los hizo usted de liencillo que era la tela de los bultos de harina de trigo.
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Usted, vieja Marina, es única para mí, aunque sé que hay otras madres como usted. Viejas corajudas y entregadas; ajadas por los años y los sufrimientos, que no se le han quitado nunca a un zurcido ni a un bordado, y que como usted no ambiciona más que un camastro pobre, una camándula vieja, un Sagrado Corazón y eso sí, todo el bienestar, toda la prosperidad, toda la buena ventura Soy su hijo mayor y aunque como todo hijo, soy culpable de algunas canas suyas, de algunos llantos y de pocas alegrías, de todos modos le reitero que la amo. posible para sus hijos. Como en la hermosa carta que escribiera Napoleón a Josefina, sea usted menos buena si cabe, que de tanta entrega por nosotros, usted casi no es usted. Tanto sufre y siente por sus cinco niños, que eso seguimos siendo a sus ojos, que sencillamente lo que ha hecho es licuarse en nuestra sangre, ser ojos en nuestra cara, ser pesar en nuestro llanto y alegría desbordada con nuestros logros.
Vieja mía, madre de canas todas, de bataloca vestida en entrecasa, fumadora siempre del cigarrillo más barato, yo la amo a usted de la cabeza a los pies y como dijera el poeta León de Greiff: "a todo lo ancho y en lo hondo, en la periferia, en el medio y en el subfondo". Soy su hijo mayor y, aunque como todo hijo, soy culpable de no pocas canas suyas, de muchos llantos y de más bien pocas alegrías, de todos modas acá estoy, viendo con su recuerdo y animado por saber que sigue ahí; siempre resistiendo, siempre batallando.
Besos en su día.
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