Habida cuenta de la instalación de una nueva mesa de diálogos para buscarle una salida negociada al conflicto armado, crece la amenaza de que se agoten los lugares comunes y los comentarios genéricos, gracias a la cacofonía literaria, que en forma de publirreportajes, recetarios y reflexiones, invade el mercado de las ideas. Para sumarnos a la fiebre académica por ofrecer consejos sobre lo que apenas podemos suponer y en sintonía con los intereses superiores de la patria, a continuación, publicamos un breve extracto del libro El Manual de Carroña: Buenos modales y urbanidad para la mesa de diálogos, escrito por el cotizado divo de la burocracia humanitaria, Cándido Carroña Valencia.
Basta dirigir una mirada al firmamento neogranadino, o a cualquiera de las maravillas que se gangrenan en su territorio, para percatarse que ha llegado el tiempo de que termine el conflicto que enfrenta a las dos cáfilas de buitres de la política local. En efecto, después de casi medio siglo de combinar todas las formas de lucha imaginables en un torvo intento por desplazar al cóndor del escudo nacional, ambas parvadas de gallinazos, parecen haberse percatado de que no hay diferencia, por superficial que parezca, que no se solucione en la mesa de una afable francachela. No obstante, el éxito del festín depende de la adecuada mezcla de un lisonjero protocolo, con una piñata cuyo contenido deje lo más intacto posible, el adiposo poder de cada una de las partes.
Es pues indispensable, para encausar al país en la dirección correcta del precipicio de la paz, que en la mesa de diálogos reinen los buenos modales, la zalamería y las ventajas de la eyaculación precoz. Dicho conjunto de prácticas, no son el resultado del capricho o del drama para la alimentación de los negociadores que representa la imposibilidad de encontrar, en los países garantes, una morgue con servicio a domicilio. Semejante etiqueta pacifista, ha surgido a partir de la cabal interpretación de las lecciones anacrónicas de los procesos de paz anteriores y de una larga negociación exploratoria entre los grupos de sayones enfrentados, que a duras penas sobrevivió a la incapacidad para acordar el color del mantel de la mesa.
Luego de aceptar el sano criterio de las reglas de juego, las delegaciones se confinarán en el comedor de un tanatorio con vista al mar, el tiempo necesario para encontrarle una salida al conflicto o cuando menos hasta que se terminen el seco. Por cierto, para garantizar la lóbrega discreción que exige la elaboración de un acuerdo que reforme suficientes tajadas del marco institucional como para que una y otra bandada de carroñeros dejen de matarse, es fundamental que los negociadores en conjunto, sintonicen sus flatulencias y demás vahos corporales, con ese aroma a fosa común que resulta infalible a la hora de mantener a raya a la sociedad civil. De todas formas, la opinión pública y la ciudadanía en general, podrán ocupar el tiempo que dure el proceso, regodeándose con el hecho de que en esta ocasión, la única zona de despeje que el gobierno permitirá es la cabeza de Humberto de la Calle.
Una vez sentados en la mesa, cada negociador desdobla la servilleta sobre su regazo, teniendo presente que ella no puede tener otro objeto que asearse los labios. Para limpiarse los restos de crímenes de lesa humanidad, se recomienda utilizar una bandera nacional dispuesta con ese propósito. A continuación, meseros facilitados por los países acompañantes del proceso, servirán por el lado derecho de cada comensal, platos a rebosar de un menú basado en una carroña de victima tan dulce, que instantáneamente presentada, se convertirá en la envidia de la cocina de cualquier hospital infantil. Los invitados a la mesa de diálogos, podrán entonces deleitarse con los manjares ofrecidos, mientras picotean en la agenda del bando contrario. Si alguno de los presentes siente la urgencia de hablar con la boca llena, se aconseja que lo haga siempre y cuando sea para alabar el deseo de entendimiento de su contraparte o para destacar su experticia en un campo particular. Por ejemplo, cuando la elasticidad de un tema central del proceso, como lo es el desarrollo agrario integral, derive en críticas de la subversión por el impacto de la megaminería en el campo, los representantes del gobierno deben adular con ruidos y aspavientos el juicio de los chusmeros, que al fin y al cabo tienen una larga experiencia manejando minas, así sean quiebrapatas. De igual manera, el problema de las drogas ilícitas se puede convertir en un gesto de reconciliación, si los invitados a la mesa de diálogos se comprometen a compartir jeringas y agujas. Eso sí, todo el proceso debe hacerse dentro de las normas del DIH, que para el acierto en este tipo de negociaciones recomienda apoyar permanentemente los codos sobre la mesa.
Cuando las semanas se amontonen y no se halla alcanzado una solución tajante al conflicto, gracias al impasse que significa decidir cuál de las dos delegaciones se debe encargar de la propina, el forzoso descenso al fecundo reino de la concordia entre los neogranadinos, dependerá de extraviar la llave de la paz y encerrar juntos a los dos grupos de preclaros badulaques. Los siguientes días, el salón donde permanezcan los negociadores, cederá su hermética naturaleza solo para ser bañado desde la claraboya por cantidades cada vez más ingentes de azúcar. Luego de un puñado de noches de glaseado, sin probar bocado y de que el intenso calor del lugar empiece a derretir y a acercar la azúcar a su temperatura de fusión, el delicioso aroma a caramelo que se desprenderá de la sacarosa, remplazará de los ojos de los negociadores el mutuo respeto fingido por una mirada antropófaga. Aquellos a los que su feroz apetito ayude a sobrevivir, no tardarán mucho en firmar un acuerdo definitivo. La caramelización es la salida.
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