MADURO Y LA PISPA
Maduro está sentado en el andén, recostado a la pared junto a la puerta de lata, jugando con el varillo que mira fijamente y se fuma con aspiraciones sonoras. La Pispa en el borde del sardinel, casi dándole la espalda, los pies en la calzada y abrazando las piernas encogidas, habla mientras se quita con los dientes tiras de pellejo de los bordes de las uñas de su mano, que también mira fijamente.
Son las once de la mañana y no han dormido en dos días. Salieron del sopladero a comerse un combinado de fríjoles con arroz. El cacho de marihuana que se fuman en la puerta del modesto restaurante es un especie de sobremesa. Algo de dinero les queda todavía del cruce de anoche, que fue bueno. Un campesino que se emborrachó en el Rayito de Luna y que había cambiado a efectivo la liquidación de su empleo de agregado de una finca en el páramo.
Siempre resulta tan fácil: Marlene, copera del Rayito, les marca las víctimas con una señal cualquiera, y les hace saber cuando el borrachito abandona el lugar. La Pispa lo aborda en la calle y con insinuaciones y caricias lo convence para que se vayan a su pieza, "....allí no más a la vueltica, papacito, que me muero por sentir esa cosa tan rica que tiene por aquí....", cogiéndolo de las pelotas con violencia para acabarlo de meter al callejón; y ya están encima Maduro y tres o cuatro que lo tiran al suelo y lo patean sin consideración mientras le quitan la ropa y lo dejan ahí tirado en calzoncillos, sin moverse.
Maduro va esculcando la ropa mientras caminan rápido pero tranquilos callejón abajo. En el bolsillo de la camisa blanca, de cuello duro, hay un lapicero barato y dos o tres hojas de cuaderno con apuntes. La camisa está como nueva y se la pasa a Valencia que la envuelve en la mano y espera por el resto de lo que sirva para llevarlo a donde Lola la ropavejera. En el pantalón de paño negro a rayas, —también en buen estado como para valer algo en la "boutique" -, un pañuelo sucio y arrugado, cuatro o cinco llaves en una argolla y un peine de plástico. Maduro va botando las cosas hacia atrás por encima de su cabeza, menos el anillo diminuto, de alguna piedra indefinida, que conserva aún el trozo de cinta de papel con el registro de la prendería y que le pasa a la Pispa: -Para usted Pispa...el anillo de la esposa. A ese viejo lo van es a capar-. -A-c-a-b-a-r-l-o de capar, porque yo casi se las arranco al pobre hijueputa-, replica la Pispa y se ríe a carcajadas mientras Maduro esculca el saco donde por fin está el billete, ciento y pico mil, y los documentos, que le entrega también a Valencia junto con algo de la plata. Los otros se pierden y Maduro y la Pispa se meten al fumadero del Romano, cuyo portón metálico se abre de inmediato después de los tres o cuatro golpes arrítmicos de la clave...
COMO SI MATARA UN ZANCUDO
El tipo hizo como si matara un zancudo. Tiró la palmada con la misma fuerza y rapidez con las que hubiera tratado de estampar en la mesa al insecto que lo amedrentaba. Y la diminuta construcción voló en cientos de piecitas de madera, yeso y cartón. El trabajo continuo de los últimos dos meses, de sol a sol - incluidos los fines de semana - se desperdigó en pequeñísimos fragmentos que cayeron sin sentirse y rebotaron en la pared con apenas un tenue sonido metálico. Un tapiz de minúsculos escombros cubrió el piso de anchos tablones de cedro negro, rodeando las patas de los muebles y las embarradas botas de campaña de los cuatro personajes.
La reacción fue casi simultánea, y aún resonaba el golpe seco y flotaban en el aire las partículas del modelo a escala, de minuciosa labor - cuya carpintería de escaleras, pisos, puertas y ventanas se medía en décimas de milímetro y la mampostería se había fundido en yeso de dentistería con gran precisión - cuando se lanzó desconcertado a impedirlo, de manera tan resuelta que parecía que los atacaba, motivando el disparo, como una explosión, del changón cuyo cañón le apretaba la barriga.
BIENHECHORA SORPRESA
-¡Fálico!-
Lo dijo tan espontáneamente, en un tono tal, y saboreó de una forma la efe - y toda la palabra - con su boca voluptuosa, con ese deleite intrínseco en el sonido grato de su voz, que casi pierdo la conciencia.
Nunca un evento me había causado tanta ni tan bienhechora sorpresa. El placer inmenso del amor me fue invadiendo al tiempo que sonaba la palabra de la inimaginable mujer. Y al ritmo de la sensual caricia que - mientras la pronunciaba - le hacía al pomo reluciente de mi bastón recostado junto a la puerta.
Desde la cómplice perspectiva de la ventana de mi oficina la había visto bajar de la elegante berlina, ayudada ceremoniosamente por el chofer de uniforme impecable, y aunque esperaba a una mujer bella, no pensé jamás que llegara a serlo tanto, ni que pudieran conjugarse tantos atributos agradables en una sola criatura.
Hasta tal punto me sorprendió su atractivo, que me preparaba mentalmente para no sucumbir en las fantasías que su aparición me insinuaban, y poder afrontar con cabeza fría el serio asunto de negocios que la llevaba a visitarme, cuando, sin saludarme ni pronunciar palabra distinta, soltó su erótico comentario trisílabo quien es ahora la dueña absoluta del otrora próspero negocio mío.
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