Hay 15 habitantes del barrio Petecuy, de Cali, que andan sueltos en Cartagena. Es la primera vez que montan en un avión, la primera vez que ven el mar, la primera vez que ven las murallas, la primera vez que se van a ver en una pantalla gigante y junto a 500 espectadores, la primera vez que van a un festival de cine.
“Andan flotando. En este momento están en la playa y de allá van a salir achicharrados. Esos manes están felices jugando con los tiburones”, dice el caleño Óscar Hincapié Mahecha, el director de la película que lleva el nombre de uno de los barrios más violentos de la capital del Valle, y que dirigió a líderes de pandillas, jóvenes vulnerables por el conflicto armado del barrio y hoy actores de cine.
Durante el proceso de la película, que se estrenaba anoche en la Plaza de la Proclamación en Cartagena, murieron seis de sus colaboradores, pero este director de cine y docente de la Universidad Autónoma, no se rindió. “La violencia nos arrebató a seis de los nuestros, pero nosotros le arañamos más de seis”, dice refiriéndose a 15 personas del barrio que hoy lo acompañan, gracias a la gestión de la ONU y de Chao Racismo.
Uno de esos talentos que Óscar le arañó a la violencia fue Abraham Villada ‘El Zarco’, hoy la estrella del barrio. Estaba en peligro de caer por las Bacrim, de terminar en una cárcel o muerto. Incluso tiene un plomo que no le han sacado del brazo. Él pudo salir de la delincuencia gracias a esta película. Ha seguido en los talleres de actuación y lo han llamado para otras películas: ‘El Cartel de los Sapos’, ‘La Reina’, ‘Amores Peligrosos’. “El papá de ‘El Zarco’ murió hace cuatro meses, pero antes de morir le dijo al hijo: ‘Estoy feliz porque usted cambió su vida. Me puedo ir tranquilo’”, cuenta Óscar, para quien su vida tampoco ha sido la misma desde hace ocho años, cuando llegó a Petecuy, al nororiente de Cali.
¿Esta película nació como una crónica?
Sí. Llegamos al barrio para hacer un trabajo periodístico acerca de dos pandillas que se mataban por el control de esa zona para vender drogas. Nos encontramos con cantidad de historias, como que quien había hecho el pacto entre las pandillas era un cura, que nos llegó en moto, con chaleco antibalas y el pelo parado. Yo dije “qué cura más raro”. Pero empezaron a aparecer historias que se salían de la realidad, como que un día una banda robó un banco y a la salida los robaron a ellos. Allí dije, ¿por qué no hacer una película?.
Y terminó haciendo una como las de Víctor Gaviria, de violencia, que usted tanto criticaba...
Sí, cuando yo era estudiante de la Autónoma en los foros le daba mucho garrote a Gaviria, porque era un cine angustiante, de violencia, en lugar de algo positivo, hasta que él un día me dijo: “Vos no vas a ir a una exposición de Botero a decirle ‘¿por qué no pintás flacas?’. Hacé la película que te gusta en vez de andar criticando las mías’. Me dio pedal, pero como mi materia prima era la de la violencia, me tomé un tiempo prudente para madurar la idea. Estaba en la nebulosa y me senté a ver la película de Federico Fellini, ‘Ocho y Medio’, que él sacó cuando entró en una crisis creativa, entonces contó la historia de un director que no sabe qué película hacer. Yo tenía la historia que buscaba en mis narices. ‘Petecuy’ narra la vida de un director de cine que llega al barrio a hacer una película con pandilleros tratando de demostrar que el arte es una herramienta de inclusión y desarrollo social.
También se valió de actores naturales como Gaviria...
Sí, mientras construíamos el guion, realizamos talleres de actuación, técnica vocal, expresión corporal, música, danza, pintura, para que los muchachos se capacitaran para participar en la película. Un día, el comandante de la Policía me dijo: “Cada vez que hacen esos talleres, y tienen quietos a esos pelados un domingo dos horas, a mí se me deja de morir una persona en Cali”. Y empezamos a intuir que más que un proyecto cinematográfico, era un proyecto social. Ahí estaba la historia.
Pero mientras tanto la violencia les robaba actores...
Sí, cuando empecé a hacer talleres y cástings y escogíamos al protagonista, a los días lo mataban, lo reemplazábamos, entrenábamos al otro y ¡pum!, lo mataban. Eso lo teníamos que mostrar. La película habla de las maromas por las que pasa el director para terminarla. Pero tiene un final feliz, algo muy importante para el cine colombiano, porque se muestra esperanza, una solución, un modelo de desarrollo a través del arte.
Sí, también hubo sobrevivientes...
La falta de plata, de equipos es soportable, pero la muerte de personas de la producción que se vuelven tus amigos, tu familia -porque yo viví entre ellos por años-, es muy duro. Ellos están acostumbrados a que se mueran sus amigos, para ellos pasar de los 18 años es un lujo, pero uno no está acostumbrado a eso.
El barrio Petecuy toma otra dinámica con los talleres de Óscar. Ya no son los pelados en la calle fumando bareta, mirando a ver a quién roban, sino todos en función del arte. Él advierte: “No podemos aflojar, tenemos que estar allí generando esos espacios, actividades que mantengan a los muchachos ocupados, entrenando sus cualidades artísticas”.
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