LA PATRIA | MANIZALES
Jonathan Escobar Marín siempre quiso las cosas rápido, sin el mayor esfuerzo. Trabajar, estudiar y seguir las normas sociales era algo que en su concepción del mundo no encajaba, según su familia.
Por eso, era rebelde con su madre y hace dos años dejó la construcción, en la que se ganaba la vida, y optó por convertir la calle en su casa.
Él fue la persona que falleció en la mañana del pasado jueves, cuando iba colado en una tractomula que llevaba chatarra a la empresa Termiun. Luego de pararse de espaldas al trayecto, su cabeza impactó contra una estructura de hierro del nuevo puente de La Playita.
Sus allegados dicen que andaba como el errante: sin rumbo fijo. No era raro que lo encontraran un día en La Enea, después por La Panamericana o trasegando cualquier laberinto de la ciudad, pero en especial, su parche era cerca a la Terminal de Transportes de Manizales.
Justo allí, en Los Cámbulos, fue que se colgó de la tractomula que conducía Jáder Osorio Tobón. Los que frecuentan esa zona contaron que esa era su costumbre. Lo hacía, al parecer, “para vender la chatarra que cogía y luego satisfacer sus necesidades”.
Su madre, Amparo Marín Isaza, y su familia, lucharon para que se saliera de ese mundo, le rogaban para que buscara una manera de ganarse la vida dignamente, pero todo fue en vano.
Aunque su progenitora lo esperaba con ansias todos los días, a pesar de haberlo sacado de su hogar por rebelde, si acaso la visitaba una vez al mes en su casa del barrio Camilo Torres, donde vivió toda la vida, para pedirle comida.
Algo parecido solía hacer en su lugar de permanencia. “A uno le pedía a un tinto, a otro el pan y hasta sacaba comida de la basura”, narró una persona que frecuenta los dos caspetes que por la Terminal.
Sus familia y los que lo distinguieron coincidieron en definir a Escobar Marín como un ser solitario, callado. Su madre y una tía narraron que en sus 26 años de vida solo le conocieron dos novias. Con la última, oriunda de Pácora, tuvo un hijo, que hoy tiene seis años.
El pasado viernes, Amparo escuchó en la radio la narración del hecho en el que había muerto su hijo. Hasta ese momento el locutor no reveló la identidad de la víctima. Sin embargo, al oírla la invadió un fuerte presentimiento que de que hablaban de él.
Más tarde una amiga que labora en los alrededores de la Terminal de Transportes le confirmó que su presagio de madre no había fallado. El muerto era Jonathan, su único hijo, aquel que de niño le gritaba que venía la tintina, cuando por la casa sonaban las campanas del carro para anunciar la venta de pipetas de gas. Ese día el protagonista de la noticia era ese que antes de perder su rumbo amaba patear un balón de fútbol y rumbear.
Era el mismo muchacho que no terminó su servicio militar en Puerto Berrío (Antioquia) por su mala conducta. Aquel que no cumplió el sueño de tener una moto para trabajar haciendo domicilios. Jonathan amó el peligro y en el pereció tal y como vivió: solo y golpeado.
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