Sebastián Galvis Arcila

Lo que aprende la gente en pandemia es como arte, casi poesía; lo supe tan pronto como salí a indagar sobre las lecciones atesoradas en el tiempo más difícil de este siglo. Corrí para ya no confundir la realidad con reflexiones sobre la verdad que se hacen en los escritorios de pensadores y desde la fortaleza de sus despachos estériles de acontecimientos. Corrí a hablar con la gente y di con sesenta de ellos, bípedos, mestizos, entre 19 y 45 años, de ambos sexos, clase media y baja, nacidos en algún recóndito paisaje verde de la cordillera caldense. Ellos no me esperaban ni tampoco esperaban mi pregunta, pero respondieron con la dulce melodía de una voz que no es prestada. ¿Qué has aprendido en este tiempo de pandemia? Algunos pensaron la respuesta, otros se adelantaron a decir a la primera. Me senté luego a transcribir lo que la memoria olvidaría de sus bocas y alguna categoría permitió descubrir de entre la luz, la auténtica palabra.
Considerar esa poesía dantesca de los infiernos interiores de la persona cuando informa a partir de sus respuestas ataviadas de fulgores que iluminan el camino de la gratitud. La luz de la gratitud en esta parte del mundo se allega a las cegueras inevitables del covid-19; luz que aflora del dolor y las lamentaciones; gratitud limitada que bordea con precaución la fluida procesión hasta la supervivencia. Gratitud por lo que se tiene y no siempre se aprecia ni se determina, por los bienes del corazón dispuesto y las posesiones materiales que representan un lugar entre tantos otros posibles; gratitud –dijeron ellos- por las cosas que son y que han dejado de ser, las que nunca antes se habían apreciado; por la vida en instantes donde el viento amenaza con arrebatarla; por el reencuentro con Dios y sus resonancias o por la reverente presteza con la que en oración elevada el alma implora protección divina.
Gratitud por el hecho de estar vivos en medio de tantos muertos; por vivir para disfrutar de la vida y con ese don, encontrarse de algún modo con otros que tienen un lugar en el mismo salón de baile. Gratitud porque estando de pie, pueden gozar de salud y bienestar para brindar en familia con copas servidas en un cálido resquicio del hogar. Gratitud por la experiencia colmada de instantes en los que las rutinas se quebrantan y se crean nuevos hábitos. Algunos incluso se sienten agradecidos por la carrera continua de un alma máter en la huérfana ciudadela donde las puertas se cierran permaneciendo sordas al clamor de la emergencia. La gratitud es un decoro poético y hay gratitud en todo incluso en eso que alegra a la mujer que aprendió a cocinar.
Cuando todo lo que queda es adquirida adaptación, fondo y forma, relieve y esencia, la gente ha descubierto otras formas para detallar la inmensidad y la finitud del mundo, un interés por inventar la ciudad y el carro de dulces que lleva. Adaptarse implica resistirse, luchar con insistencia, aferrarse, implica colectiva resiliencia y escampadas propuestas que desusan el trepidante sistema del capital. Adaptarse es también pasión y aceptación de la vulnerabilidad; aceptar los fantasmas amorfos de la convivencia, las visitas inquietas y los retratos imperfectos de la historia entre rejas de concreto y asfalto. Ellos saben aceptar sin resignar las amenazas biológicas, las infestaciones sociales y las posesiones psicológicas. Lo que aprende la gente de esta pandemia es como poesía, es arte que cura y salva el alma herida cuando todo lo que queda es aferrarse a una inspiración que no da tiempo de escribir sin merecerlo.
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