Sebastián Galvis Arcila
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Pensemos en lo que significa ser un país socialmente desigual. La corrupción es un flagelo que indigna, frustra, incomoda y duele hasta los huesos. Del latín corruptio, que significa: acción de destruir algo y que implica dañar o pervertir, es una enfermedad que ha permeado las estructuras del Estado en todos los niveles. Sin hacer mucho esfuerzo miremos casos, el de la comunidad del anillo, el escándalo de Reficar, el vergonzoso caso Odebrecht, el escándalo en la Fiscalía y en la Corte Suprema por el llamado “Cartel de la toga”. No se escapa la Federación Colombiana de Fútbol, ni la universidad, caso más reciente el de la Distrital. En un país al que le encanta la “mermelada” y que ha sido manchado históricamente por grandes casos de descomposición social e institucional, sobra redundar en tanto escándalo público; mejor intentemos mirar las formas primeras de corrupción, esas que sin ser noticia en los medios configuran una antesala, la cuota inicial para cometer delitos, sobornos y todo tipo de inmoralidades.
Con seguridad, una persona capaz de robarse un millón de pesos pudo tener en el pasado el deseo consentido de quedarse con los vueltos de la mamá cuando hacía los mandados. Porque parafraseando a Jesús: El que no es fiel en lo poco, tanto menos podría ser fiel en lo mucho. Desde luego, la corrupción es como las cucarachas, por una que ves, hay cien que no estás viendo, de ahí la necesidad de ver su origen en lo cotidiano, en la domesticidad e idiosincrasia colombiana, donde mucho de lo debido se ha perdido, y gran parte de lo indebido está siendo permitido. Por ejemplo, ¿Qué caso de corrupción es ese de robar la señal de cable del vecino para ahorrarse los costos de un servicio como la televisión? Lo mismo con la luz o cualquier otro; el no pago de impuestos es un caso de corrupción frecuente y, sin embargo, no parece generarnos inconformidad apelando a vanas justificaciones.
¿No es corrupción que un niño sea maltratado por su profesor en el colegio? Para quienes han sido violentados por un empleador en cualquiera de las formas que tipifican acoso laboral, es claro el impacto que genera en la vida la crueldad de este tipo de situaciones con alcance específico y selectivo. Es en estas formas donde naturalizamos la barbarie, cuando tenemos que existir sobreviviendo a la vulneración de los derechos fundamentales, cuando el bullying es usual y el maltrato es más común que el acto solidario. Sí que es esta la cuna de la corrupción mecida por manos negras: Que los niños se vean obligados a trabajar para aceptar una de las ideas más corruptas que jamás he oído ¡El vivo vive del bobo! Corrupto es el que miente para manipular el sistema financiero a fin de lograr un préstamo. Si podemos repudiar siempre el caso de Agro Ingreso Seguro, ¿por qué no al que maquilla su declaración de renta u oculta sus bienes de las entidades competentes? Lo que les pregunto es: ¿Por qué la doble moral nuestra de criticar fácilmente los desfalcos a lo público, mientras guardamos silencio y hasta felicitamos al hijo que gana una materia haciendo trampa en el examen?
Si es igual de corrupto el que se enriquece ilícitamente como el que compra votos, tendríamos que resistirnos también a las formas menos visibles de este mal que nace dentro del hombre poderoso y en el hogar del humilde también. Es una enfermedad terminal cuyo origen no es público, entendamos eso, antes que público es privado y muta como un coronavirus hasta acabar con todo, incluso con un país.
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