Pbro. Rubén Darío García


¿Para qué nacemos? Seguramente nuestra entrada en esta historia tiene un propósito y sería doloroso llegar a la hora del último viaje sin haber descubierto este para qué de nuestra existencia. Hoy tenemos la oportunidad de reflexionar hasta encontrar nuestra razón de vivir. Podemos orarlo con el salmo: “Señor enséñame a conocer mi fin y cuál es la medida de mis años” (Salmo 90).
Nos cuestionamos el para qué de nuestra vida asociándolo con la búsqueda humana de la felicidad. ¿Qué necesitamos para ser felices? Recibimos muchas respuestas: fama, prestigio, honores, riquezas…y nos esforzamos para lograrlos. Pero también sucede que experimentamos que, a medida que logramos tales objetivos, el alma se nos descubre con un vacío profundo que duele: la vida centrada en objetivos no es suficiente, a lo sumo nos depara alegrías pasajeras, necesitamos reenfocar nuestra vida hacia principios y valores en busca de plenitud.
Suplicamos “Señor, mi alma tiene sed de ti como tierra reseca, agostada sin agua” (Salmo 63); y Él nos da el aliento que nos falta, el gran consuelo, el Paráclito que esté siempre con nosotros: “El Espíritu de la verdad” (Juan 14, 17) que mora con nosotros, es decir la luz del bien, de los grandes principios, que nos ilumina el camino y anima nuestra vida.
El Espíritu Santo es el paráclito, el consolador. Jesús nos lo entregó en la Cruz, para que Él nos acompañara en todo el trayecto de nuestra vida. La gran noticia es que: “El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado” (Romanos 5,5).
En el bautismo, el Padre amoroso nos concedió el Don de su Santo Espíritu; aquel que desde los orígenes aleteaba sobre las aguas para que contuviesen la fuerza de santificar.
El Espíritu Santo se nos da y colma nuestra existencia. Ahora nos queda la tarea de prestarle atención y dejarnos guiar…y todo irá bien porque la ley natural nos hace ver que el ser humano sólo se realiza haciendo el bien y el Espíritu Santo nos orienta hacia el bien, capacitándonos para rechazar todo lo que nos separe de él.
En este tiempo nos preparamos para pedir con vehemencia el Don del Espíritu y disponer nuestra alma para recibirlo. Por el don del Santo Espíritu ahora comprendemos lo que la Palabra de hoy nos revela: “Es mejor sufrir haciendo el bien, que sufrir haciendo el mal”.
Decididos a hacer el bien siguiendo al Señor, nos templamos también para enfrentar la adversidad, porque confiamos en Él y Él nos ayuda. “Para quien ama a Dios, todo le sirve para el bien”, especialmente aquellos sucesos que entrañan dolor o dificultad, pues, después de pasarlos, el espíritu se templa y la fe se fortalece.
Glorifiquemos al Padre en estos acontecimientos incomprensibles para el mundo y demos gracias por el regalo del bautismo. Dejemos que la Iglesia nos ayude a destapar este regalo y nos enseñe a comprenderlo y vivirlo.
Se acerca la fiesta de Pentecostés y de modo renovado el Espíritu Santo hará su obra en cada uno de nosotros.
Hechos 8,5-8.14- 17; Salmo 65; 1 Pedro 3,15-18; Juan 14,15-21
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