Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Con el miércoles de ceniza iniciamos el tiempo de Cuaresma: cuarenta días de gracia, una oportunidad para interiorizar nuestra manera de vivir y poner en orden todo lo que hayamos descuidado.
La primera lectura nos muestra el origen del mal y del sufrimiento. El libro del Génesis nos transmite cómo Dios, por amor, hace brotar del suelo árboles agradables a la vista, buenos para comer e hizo brotar el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal (Gen 2,9).
El infinito amor de Dios-Padre por cada uno de nosotros, se expresa en su cuidado por todos los detalles necesarios para que alcancemos la felicidad.
El Padre amoroso puso límites a sus hijos para cuidarlos y protegerlos: “Puedes comer de todos los árboles que hay en el jardín, pero no comerás del árbol del conocimiento del bien y del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas morirás” (Gen 2,16). Y el ser humano obedecía y era feliz… Pero apareció la serpiente-tentadora. Traía un veneno, una mentira primordial. Le hizo creer al ser humano que Dios lo limitaba porque no le amaba y despertó la soberbia en el hombre y en la mujer haciéndoles creer que podían ser iguales a Dios.
Aquel árbol prohibido se nos presenta “Apetitoso a la vista, bueno para comer y excelente para ganar sabiduría”. Así aparece todo pecado. Por eso, la madre de todos los vivientes, engañada, tomó y comió y compartió con su marido que también comió. El pecado es un engaño. Destruye ontológicamente el ser y afecta su relación con Dios, consigo mismo y con la naturaleza. El salario del pecado es la muerte, castigo que le imposibilita al hombre amar.
Esta muerte imposibilita el amor mediante siete realidades: Soberbia, Avaricia, Lujuria, Ira, Gula, Envidia y Pereza. De aquí nacen resentimientos, rencores, desprecio por la vida, maltrato a los demás, destrucción de la sexualidad, egoísmo, individualismo, y relaciones tóxicas.
Pero tanto amó Dios al ser humano que no lo abandonó al poder de la muerte. Realizó un Plan de Salvación enviando a su hijo único para que destruyera la muerte y restaurara en el ser humano su imagen perdida a causa del pecado. En la Cruz, Jesucristo venció a la muerte. Su sangre derramada limpió nuestro pecado. Fue tentado en el desierto, donde el demonio le ofreció panes “apetitosos a la vista, buenos para comer y excelentes para satisfacer el hambre”. Y le ofreció todos los reinos de la tierra, prometiéndole el tener, el poder y el placer como soluciones para alcanzar la felicidad.
Jesús vence las tentaciones poniendo su plena confianza en el Padre. Su Cruz es el nuevo árbol, del cual el ser humano puede tomar y comer: Aparece ante nosotros la Eucaristía. Para que este árbol pueda limpiar y sanar a la humanidad, debe llegar a ser: “Agradable a la vista, bueno para comer y excelente para obtener la sabiduría verdadera”: Sabiduría que es necedad y locura para quien no conoce y Fuerza de Dios para el creyente.
Si por una mujer entró el pecado por la nueva Eva, María, entró la vida; si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado, también a través de uno solo, Jesucristo, reinará en la vida. La solución a todos nuestros problemas es Jesús, su mensaje de amor. Su muerte y resurrección vence al odio. Por su muerte y resurrección se nos ha devuelto la vida y ya podemos amar. Es lo que celebraremos en la Vigilia Pascual renovando nuestro bautismo. Aprovechemos este tiempo de gracia, puede ser la última pascua, ¡no la perdamos!
Jesús vence las tentaciones poniendo su plena confianza en el Padre.
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Génesis 2,7-9; 3,1-7; Salmo 50; Romanos 5,12-19; Mateo 4,1-11
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