Pbro. Rubén Darío García


Nos causa impresión cómo nos hacemos daño entre nosotros mismos por celos, envidias, resentimientos, competitividad desenfrenada. Nuestras familias, en muchas ocasiones parecen un campo de batalla, donde cada uno busca su propio afán, sin importar la vida de sus hermanos. La lectura de la carta a los gálatas dice: “¡Cuidado!, mordiéndose y devorándose unos a otros acabarán por destruirse mutuamente”.
En esta realidad entra la propuesta de Jesús para dar vida y ayudarnos a ver el verdadero sentido de nuestra existencia. Una sola frase condensa la solución a todas nuestras dificultades: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En efecto, “Quien ama, cumple la ley entera”. El Amor, es entonces la solución a todos nuestros males.
Para Amar, Jesús nos invita a seguirlo. A nosotros nos entusiasma con su manera de amar y su Palabra “Sígueme” busca que nuestra existencia asuma esta impronta en toda nuestra cotidianidad. Elías pone su manto sobre Elíseo para comunicarle su espíritu e invitarlo a continuar su obra profética. Muchos han sido llamados a vivir de una manera nueva, aunque cada uno tiene sus propias preocupaciones, las cuales, en repetidas ocasiones impiden este seguimiento. Ante ellas Jesús dice: “Quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios”.
El Reino de Dios acontece cuando nos decidimos a amar sin medida, produciendo unas relaciones nuevas. Descubrimos que “Amar al prójimo”, aunque lo decimos habitualmente, en la práctica está lejos de nuestra manera de vivir. El pecado, es decir, una ruptura con el Amor de Dios, impide este amor al otro. Queremos hacer el bien a los demás, pero descubrimos que terminamos la mayoría de las veces haciendo el mal. ¿Por qué dejo de hacer el bien que sí quiero y me descubro haciendo el mal que no quiero? La respuesta es: “Por el Pecado que está dentro de mi” (Cfr. Rom 7).
Jesucristo ha destruido el pecado amando hasta el extremo, padeciendo una muerte de cruz. Él se ha dejado matar, para darnos la capacidad de amar; el prójimo, sería aquel que me destruye en el camino de la vida; es quien se vuelve muchas veces la “piedra en el zapato”; es la esposa o el esposo cuando desinstala y desacomoda nuestra existencia o las reacciones de un hijo o hija que son contrarias a nuestro querer; los compañeros de trabajo que nos irritan con sus acciones; todos ellos se transforman en “enemigos” cotidianos que impiden la paz y la felicidad.
Jesucristo con su muerte y resurrección ha destruido el muro que nos separaba: “el odio”. Es por esto por lo que para nosotros, después de nuestro bautismo, hemos sido hechos capaces de amar al enemigo, de poner la otra mejilla, de bendecir a quien nos maldice, de orar por quien nos persigue. Entonces sí se da el amor al prójimo, y este amor produce la paz y la felicidad.
La ley: “Ojo por ojo, diente por diente” ha sido ya transformada por el grito del Padre manifestado en la Cruz de su Hijo Jesucristo: “Yo te amo”. Siendo nosotros pecadores, enemigos de Dios, hemos recibido este amor: “Tanto ha amado Dios al mundo, que nos ha enviado a su unigénito Hijo”. ¿Somos conscientes de este regalo? ¿De esta perla preciosa? ¿De este tesoro escondido?
¿Qué respondes ahora ante esta invitación de Jesús: “Sígueme”?
Reyes 19,16.19-21; Salmo 15; Gálatas 5,1.13-18; Lucas 9,51-62
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