Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García
Contemplar el misterio de la Santísima Trinidad es acercarnos a conocer la esencia de Dios: “Uno es Amor, y tres son los amados; una es la Luz, y tres los resplandores; una la llama viva en tres ardores. Se trata de un solo Dios que lo trasciende todo y lo penetra todo y lo invade todo. Lo trasciende todo en cuanto Padre, principio y fuente, lo penetra todo por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.
El Padre es quien da, por mediación del Hijo quien es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu y en la Palabra está también el Padre. Por esto dice el Hijo: “El Padre y yo vendremos a fijar en él nuestra morada. Porque donde está la luz, también está el resplandor” (De las cartas de San Atanasio Obispo, Carta 1 a Serapión, 28-30).
Reconozcamos el Don de Dios en nuestra existencia. Por el Bautismo fuimos constituidos “Sacerdotes, profetas y reyes”. Sacerdotes porque todos los días podemos ofrecer nuestra existencia y sobrellevar el sufrimiento que pueda asociarse; Profetas porque nuestra vida se vuelve predicación y testimonio constantes, capaces de amar sin esperar recompensa; y Reyes porque reconocemos que en el servir está la alegría y convertimos nuestro trabajo en una oportunidad de servicio a otros, sembrando así valores de moral cristiana en la conducta humana.
Cuando Jesús dice: “Quien me ama guarda mi Palabra y vendremos a él y haremos morada en él”, entendemos cómo el hecho de obedecer se acompaña de una grande bendición, pues el mismo Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, no tres dioses sino UN SOLO DIOS, viene a habitar en cada uno de nosotros. Dentro de nosotros, por esta “Inhabitación” ( o Presencia activa de la Santísima Trinidad en nuestro ser, cuando estamos en gracia de Dios) se da la capacidad de amar, no a la manera del mundo, sino al modo de Dios.
Entendámoslo bien y hagámoslo vida diaria:
(1) Propongámonos mantenernos en gracia de Dios, es decir en Obediencia a Su Palabra, para que Dios more en cada uno de nosotros y vivamos a plenitud su respuesta a nuestro llamado cuando le pidamos “Ven Espíritu Divino”. ¡Divina Inhabitación!; y
(2) Aprendamos y practiquemos el modo del amor de Dios: El amor al enemigo. Quien nos destruye con sus palabras; nos traiciona, quien nos engaña creyendo que así nos domina, es nuestro enemigo y podría estar más cerca de cuanto nos damos cuenta. Pero la Presencia de la Trinidad (tres personas divinas) en nuestra alma nos genera y nos mantiene la Gracia y el Conocimiento del Amor liberándonos de resentimientos, odios o retaliaciones y disponiéndonos a comprender, dialogar, y, Perdonar. Aprender a saber pasar la página.
El Padre es el amante – dice San Agustín- el Hijo es el amado y el Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo. Este amor ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu que se nos ha dado: Dentro de nosotros tenemos este amor, la misma manera de amar que tiene Dios (Cfr. Rom 5,5)
¿Con qué comparar el amor de Dios? Podría ser con una fotografía. Ella nos hace ver tal y como somos, quiero decir sin etiquetas o sin tapujos. Así nos ama Dios, sin clasificarnos, sin pedirnos “méritos”, nos ama tal como somos. Nos ama y punto. Así podemos amar nosotros. Miremos hoy nuestra fotografía espiritual y atrevámonos a amar y a vivir en Gracia.
Proverbios 8,22-31; Salmo 8; Romanos 5,1-5; Juan 16,12-15
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