Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Nuestra vida cotidiana sería muy distinta si creyésemos verdaderamente en Cristo Jesús. Nuestros problemas adquirirían un nuevo sentido y dejarían de ser obstáculos para convertirse en oportunidades, en caminos o en nuevos retos. Si creyésemos de verdad, los acontecimientos de cada día tendrían una nueva luz, un nuevo significado, una finalidad cargada de esperanza y nuestra fe sería fuerte y madura.
Hoy, la Palabra de Dios nos define lo que debemos hacer: Poner la Palabra de Dios en práctica, hacerla obra de vida, y así toda nuestra existencia se convertirá en lugar de salvación. La primera carta de Juan nos revela que “Cuanto pidamos lo recibimos de Él”, siempre que cumplamos con dos condiciones: 1) Guardar los mandamientos del Señor; y 2) hacer lo que a él le agrada”.
¿Cuál es su mandamiento? La Palabra lo dice claramente: “Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros, tal como Él nos lo mandó”. Y recordamos la enseñanza de la tarde del Jueves Santo cuando Él nos dijo: Si yo, siendo el maestro, he lavado a ustedes los pies, ustedes deben lavarse los pies unos a otros, así el mundo reconocerá que son discípulos míos, si se aman unos a otros.
Si creyésemos de verdad, los acontecimientos de cada día tendrían una nueva luz
Estos hechos nos indican que el acto de creer está totalmente unido al acto de amar: si yo creo, por consecuencia, yo amo. Significa que, si no soy capaz de amar es porque tampoco soy capaz de creer.
Nosotros solemos afirmar que creemos pero muchas veces no somos conscientes de lo que estamos diciendo. Es frecuente la expresión “yo tengo mucha fe” pero, cuando llegan las situaciones difíciles y superan nuestras fuerzas, la expresada fe se diluye y caemos en la desesperación, la angustia o el desencanto. Entonces cuestionamos la validez de creer, esperar y tener fe: queda al descubierto la fragilidad real de nuestro amor y de nuestra fe.
El Espíritu Santo nos recuerda que para permanecer en Cristo tenemos que guardar su mandamiento; entonces llegaremos a dar mucho fruto. Sin Él, nosotros no podremos hacer nada; si no estamos en Jesucristo no podemos llegar a amar, sin Él es imposible. Ha sido la predicación de toda la Pascua: si morimos con Él, en Él y por Él, resucitaremos con Él y tendremos la vida eterna. Vida eterna es la felicidad, porque, como dice el libro del Apocalipsis. “Él enjugará toda lágrima de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni dolor, porque lo antiguo habrá pasado” (21,4). Y la vida eterna, se nos ha dado por el bautismo, cuando la muerte ha sido sumergida en el agua, es decir, en la vida de Dios y por lo mismo, es en “aquel día” cuando se nos ha hecho capaces de amar.
Si no somos capaces de amar es porque no creemos en nuestro Señor Jesucristo, entonces no podemos ver el sufrimiento y las dificultades con los ojos de la fe, porque nuestra fe está demasiado frágil. Nuestra semilla de la fe, necesita ser alimentada. Por esto es que se nos sigue insistiendo: Escucha, escucha, escucha.
La fe viene por la predicación. Necesitamos estudiar y conocer la Palabra de Dios y aprender a confrontarnos con ella todos los días. Por esto es tan importante la comunidad que celebra la Eucaristía: un grupo de hombres y mujeres que, mediante la escucha de la Palabra de Dios, llegan a creer en Jesucristo y logran ser capaces de amar como Él, hasta dar la vida por los otros, obteniendo en ello la verdadera vida feliz. Meditemos durante esta semana sobre la fortaleza y la madurez de nuestra fe.
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Hechos 9, 26-31; Salmo 21; 1 Juan 3,18-24; Juan 15,1-8
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