Pbro. Rubén Darío García


La palabra Espíritu, pneuma, significa también “viento”, “soplo”. San Lucas en los Hechos manifiesta la venida del Espíritu como un “viento impetuoso”. El Espíritu estaba destinado a los discípulos, es por esto por lo que escuchamos que la casa en la cual ellos estaban reunidos viene golpeada por el viento. Además, según la tradición, sobre el monte Sinaí la Palabra de Dios se comunicó en 70 lenguas: alusión a la idea de 70 pueblos que forman el mundo, de esta manera cada pueblo podía recibir la ley en su propia lengua.
Pentecostés era la fiesta que evocaba la entrega de la ley en el Sinaí. En el Sinaí, la llama se transformó en lengua: la llama indicaría la descripción de la manifestación de Dios en medio de truenos y fuego. El hecho de transformarse en lengua, indicaría que aquella manifestación de Dios se vuelve inteligible, porque es por medio de la lengua que nosotros nos manifestamos a los otros.
Con todo esto nos queda la imagen del soplo, del viento. ¿Cómo es posible que el Espíritu Santo venga comparado con dos elementos tan simples? El soplo es nada y el viento casi que ni lo sentimos. Sin embargo, la Palabra de Dios nos dice que Jesús “sopló” sobre sus discípulos, imagen que nos evoca al libro del Génesis cuando dice que un viento se cernía sobre las aguas y en la creación del hombre Dios sopla sobre él infundiéndole la vida; el soplo de Jesús infunde la vida a los discípulos en realizándose una nueva creación.
Si encendiéramos un cirio, y observáramos la llama, nos daríamos cuenta que la llama no puede ser agarrada, pero que si sostuviéramos nuestros dedos por unos segundos en ella nos quemaríamos. El Espíritu Santo viene comparado con el fuego. ¿Qué le pasa al hierro cuando lo sometemos al fuego? ¿Verdad que se vuelve líquido? Y si quisieras un huevo tibio, ¿qué deberías hacer? Someterlo al fuego. De igual manera, si tuvieras una olla con yucas y plátanos más agua, ¿esto te lo comerías? ¿Verdad que no? Pero si le sometieras al fuego, en pocos minutos tendrías un suculento almuerzo.
El fuego transforma la naturaleza de las cosas; el viento a través de un simple soplo apaga la llama. Así, como el soplo y como el fuego es el Espíritu Santo. Él transforma nuestra naturaleza, nuestro ser; cuando Él entra en nuestra existencia la cambia. Sólo que no entra como terremoto en nuestro cuerpo, entra simplemente cuando me sumergen en el agua del bautismo. Así de simple. Sin darnos cuenta. Como una simple respiración.
¿Nos hemos dado cuenta que hoy hemos respirado? Verdad que ni siquiera lo hemos pensado, simplemente las horas han transcurrido, hemos hecho cosas, pero no pensamos en el hecho de respirar. Y, sin embargo, intentemos dejar de respirar por cinco minutos. ¿Podemos hacerlo? Algo tan simple como respirar, y tan vital como lo es: sin la respiración no hay vida. El bebé debe “soplar” para tener vida, sin ese soplo que se expresa con el llanto moriría.
Así es el Espíritu Santo. Si Él está, hay vida si no está hay muerte. El Espíritu Santo como el viento “sopla” donde quiere, pero no nos damos cuenta. La carta a los Gálatas nos dice que: “Si vivimos según el Espíritu no daremos satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al Espíritu y el Espíritu contrarias a la carne, como que son antagónicas. Las obras de la carne son reconocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones.
En cambio las obras del Espíritu son: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias”. ¡Qué alegría vivir llenos del Espíritu Santo! ¡Inmensa alegría que haya llegado para nosotros este día de Pentecostés!
Hechos de los Apóstoles 2,1-11; Salmo 103; Gálatas 5,16-25; Juan 15,26-27; 16,12-15
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