Comenzamos hoy la Semana Mayor. Han pasado cuarenta días de preparación para la gran fiesta. La misericordia del Señor sobrepasa todo límite y ha fijado en ti sus ojos. Si escuchas bien la lectura del libro de Isaías, ella te llena de consuelo y fortaleza, porque si hoy tienes algún abatimiento, esta Palabra viene a responderte para darte una voz de aliento y de ánimo.
Puede ser que tengas cansancio de las dificultades de estos días. A lo mejor has vivido un tiempo de oscuridad o de desierto, marcado por la angustia y la tristeza. Te has sentido sin fuerzas para luchar y sientes que todas las situaciones vienen contra ti. Puede ser que la enfermedad haya tocado la puerta de tu casa, o que hayas perdido dinero en tu negocio; quizá has entablado pelea con tu pareja o con tus hijos y hasta los amigos, en quienes tú te fiabas, han sido los primeros en traicionarte. Deseas gritar, tirar todo y huir. Entonces te encierras, duermes más y desconectas tu teléfono. Te has aislado. Ha llegado el sinsentido de tu vida y silenciosamente, deslizándose por tu habitación sin prisa pero sin pausa, serpentea el trágico abandono de la muerte.
Es aquí donde toma sentido esta Semana. Dios con su infinito amor, sin méritos tuyos, porque te ama, se mete en el más cuidadoso aposento de tu existencia y te sacude para que despiertes, para resucitarte. Te abre el oído y te anuncia tu liberación. ¿No te has dado cuenta que te ha envuelto el manto de la esclavitud en tus pasiones, apetitos desordenados sin control alguno, búsqueda de ti mismo(a) aún a costa de la muerte de tus hermanos? Pues bien, Jesucristo ha vencido la muerte subiendo en una cruz, madero considerado maldito en el pensamiento judío. Aquello que era despreciable se ha convertido en instrumento de salvación y de vida. Él siendo de condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. ¡Qué Amor llevado hasta el extremo! Para que tú y yo no nos muriéramos a causa del pecado, Él asumió sobre sí mismo todas nuestras culpas y nuestras dolencias para que en sus llagas fuésemos curados. Muriendo en lugar nuestro, nos ha devuelto la vida y ha desatado todas nuestras ataduras. Es por esto por lo que debemos hacer fiesta. En la Eucaristía Él se nos da como alimento para que la soberbia, la codicia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza no nos maten. En la Cruz encontramos la luz y la fuerza para nuestros diarios combates. Ella da sentido a nuestros sufrimientos transformándolos en abundante bendición: “Hemos sido comprados a precio de sangre”.
De ahí que Dios Padre haya levantado al Hijo otorgándole el nombre sobre todo nombre y lo haya constituido Señor. Esta Semana te ayudará a colocar al Señor en el centro de tu ser. El Jueves Santo celebrarás la Eucaristía con el signo maravilloso del servicio: “el lavatorio de los pies”. Aquí descubres que no naciste para ser servido (a) sino para servir. El Viernes Santo, actualizarás la Pasión y la Muerte de Jesús y desearás ayudarle como el Cirineo a cargar su cruz. El Sábado Santo permanecerás en silencio de espera, realizando un ayuno de esperanza, de fiesta, a causa de la Resurrección.
De este modo, la preparación ha sido entregada para que tú y yo pudiéramos entrar a gozar de la victoria sobre la muerte: “la Resurrección del Señor”. La Vigilia Pascual, el Sábado Santo, será un renovar nuestras promesas bautismales y entrar en verdadera e inaplazable conversión. La luz ha brillado en la tiniebla, la vida se ha abierto paso entre la muerte y se ha manifestado para alumbrar a todos los de la casa. Pensemos en lo que está pasando: el 9 de marzo, el Ministerio de Salud y Protección Social expidió la Resolución N° 825 de 2018, que “reglamenta el procedimiento para hacer efectivo el derecho a morir con dignidad de los niños, niñas y adolescentes”. El único dueño de la vida es Dios; estamos perdiendo el valor salvífico del sufrimiento por la ausencia del conocimiento de la Cruz de Cristo.
Con palmas agitadas, aclamemos al Rey de reyes, al Señor de señores, al Mesías redentor, ante el cual toda rodilla se dobla en el cielo y en la tierra y toda lengua proclama que Jesús es el Señor para la Gloria de Dios Padre.
Isaías 50,4-7; Salmo 23; Filipenses 2,6-11; Marcos 14,1-15,47
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
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