Rodrigo Alberto Peláez


Hemos sido empresarios del café por un siglo, sin ir, ni pensar, más allá de la entrega los sábados en el pueblo. Independiente del tamaño del productor, todos, sin excepción, no conocemos otro modelo productivo y comercial. Son innumerables las veces en que los cafeteros hemos estado afectados por profundas crisis y nuestra capacidad de reacción para buscar soluciones no aparece. Ahora de nuevo estamos en las mismas, bajos precios internacionales, tasa de cambio a la baja y poca producción, un escenario desalentador y sin soluciones efectivas para su resolución.[1]
En los foros, reuniones y chats cafeteros se discute permanentemente la manera de ser más eficientes en indicadores de rendimiento: Cómo hago para limpiar malezas con menos jornales, cómo contrato la siembra, zoca o movimiento de madera a menor precio o cómo hago tal o cual contrato para bajar los costos. Por otro lado, y eso es bueno, la investigación y el servicio de extensión de la Federación está permanentemente en función de mejorar la sanidad y aumentar la producción por hectárea para así ser más productivos. Llega un punto en que usted no puede disminuir más los costos, ni producir más por hectárea. La ecuación es muy sencilla, los balances actuales, sin necesidad de análisis exhaustivos, demuestran que estamos ante una actividad fuertemente amenazada en su sostenibilidad. Cualquier estudiante de economía de primer semestre sabe que la única manera de romper la ecuación es aumentando los precios de venta, y en eso, reconozcámoslo, no hemos sido proactivos y mucho menos efectivos. Mientras esa situación persista, nuestra realidad seguirá siendo la misma y sin alternativas, pues no hay posibilidad de sustituir por cultivos rentables la vasta geografía cafetera nacional. Seguimos pensando local.
El café es el segundo bien más transado en el planeta después del petróleo, estamos ante un negocio gigantesco donde hay 200 mil millones de dólares en juego, de este monto, solo 18 mil llegan a los países productores y una cifra aún menor a los cultivadores. Estamos ante un negocio de cadena de valor, tenemos grandes inversiones en tierras, institucionalidad, infraestructura, vías, inmuebles, equipos, mano de obra y tiempo; todo un andamiaje que hemos construido con nuestro dinero y que ponemos a disposición de los monopolios bajo sus condiciones. Cuatro años para llevar un árbol a plena producción con toda la inversión expuesta arriba y un tostador en 8 minutos en una máquina de unos miles de dólares transforma nuestra materia prima en un bien de alto costo para consumidor final.
En mi artículo anterior hablaba de la nueva asociatividad, volvernos empresarios del café es volvernos empresarios globales, no podemos seguir haciendo cooperativas o asociaciones para operar localmente, si queremos estar en la punta de la pirámide de la calidad tenemos que entender qué significa competir allí, hablar el idioma del negocio, saber dónde queremos estar y a quiénes queremos llegar, porque esto que buscamos es lo único que puede transformar la industria cafetera colombiana. Hay cosas que en Colombia no se han hecho, que si se hacen bien y se presentan bien afuera pueden jalonar una serie de tendencias que cambien la realidad del café, no desde el voto en un comité departamental, municipal, o nacional, cambiarlo desde los hechos, aprendiendo a vender sin pedir limosnas sino generando riqueza, como debe ser.
Dejemos de esgrimir pobreza para vender café, los discursos lastimeros está demostrado que no sirven para nada: "Páguenos más porque somos muy pobres", pero así y todo "vamos a sembrar más café", ¡esos son nuestros mensajes! Que nos compren porque lo hacemos bien, porque entregamos calidad, porque impactamos la sostenibilidad, porque nos conectamos con las necesidades del mercado y porque pensamos global.
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