Óscar Dominguez


Los activistas del cartel de la empanada estamos güetes. Claro, no por el comparendo que le clavaron a un colega, glotón callejero, sino por el tierrero que se armó por la aplicación del Código de Policía. La sanción disparó las ventas.
La lectura de la Ley 1801 es tan poco reconfortante que bastaría con amenazar a los malandros que produce la tierra con obligarlos a memorizarla con puntos y comas, para que los índices de delincuencia se redujeran a sus justas proporciones. Es más emocionante leer un reglamento de trabajo, la página de los edictos o ver pasar una tractomula con su eternidad de llantas.
En mi condición de consumidor feroz de este popular bocado de cardenal llamado empanada, invito a abordar el exprimido asunto desde un punto de vista teológico.
Miles de iglesias están hechas a punta de empanadas así tengan más carne un paso cebra. Además, por culpa de ellas, miles de parejas se han unido en mártirmonio.
En mi infancia me tocaba acompañar enamorados que después de misa iban a comer empanadas y luego a cine. Mi oficio de candelero consistía en evitar con mi presencia que las parejas se tocaran las falanges porque la frágil novia podía quedar embarazada. (A la primera empanada o mecato consumido en la penumbra del cine el candelero no veía un carajo).
La empanada está capando monumento. Usted sale a la llanura, mira en la dirección de la rosa de los vientos y encontrará una venta. De pronto freídas y refritadas en el mismo aceite, algo que debería prohibir el dichoso Código.
El monumento fue propuesto hace años con sus días y noches por el antropólogo y cocinero mayor Julián Estrada Ochoa. En su libro Mantel de cuadros”dice también que nadie puede discutir la versatilidad socio-económica de esa ricura. Y si Julián locuta.
Esa delicia en pasta sirve de media mañana o algo. Al final de la quincena puede remplazar el almuerzo o la comida. Nunca empalaga.
Tampoco comete el más inútil de los pecados, la envidia, y permite la sana competencia. Con cierto desdén acepta que en el mismo chuzo vendan buñuelos, pasteles, chorizos, todo lo que suba el colesterol.
Como la nostalgia entra por el estómago, en el exterior la empanada remplaza al himno nacional. Los hay que lloran añorando su dosis personal.
Cuando un amigo viene al país lo primero que hace es atragantarse de empanadas con ají pajarito. Despachado este ritual, pregunta: Y ahora sí, contá qué ha pasado en este acabadero de ropa llamado Locombia.
En definitiva: hay casi tantas ventas de empanadas como corruptos. (Y que me perdonen ellas por ponerlas en tal mala compañía).
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