Martín Jaramillo L.

Comentaba en una columna anterior de un desafortunado evento que viví; un atraco en el Transmilenio en Bogotá. Fue una tarde que se alargó en el trabajo, seguida de una visita a la librería en búsqueda del libro que recién salía del exministro Alejandro Gaviria y, como siempre, el habitual trancón de Bogotá.
En el transporte empezaba a leer los primeros capítulos; Gaviria comentaba, paradójicamente, sobre un libro que había pertenecido a la biblioteca personal de Borges, este hablaba de la mentalidad terrorista y su “impermeabilidad al miedo”. En ese momento, un joven armado con dos cuchillos, que por fortuna mía no sacó, me intentó quitar el celular. Entre reacciones e irresponsabilidades, se dio la posibilidad y lo capturó la policía. Pero esa es historia mía y acá no importa mucho, la historia de esta columna es la de él.
Tenía 18 años, era venezolano. Había huido de una crisis causada por un demagogo por el que él nunca votó; pagaba los platos rotos de errores que se cometieron cuando aún no cumplía ni los dos años. Su actitud fue retadora y arrogante hasta que lo despojaron de sus puñales, allí se redujo a la decepción. Desde la valentía, si se quiere: el peligro de morir linchado en una de esas troncales no es un peligro menor. Si algo nos debió enseñar el holocausto nazi es que la moralidad de las multitudes es la peor de moralidad de todas (buscar: group-think).
En un momento de rabia, le dije que era una deshonra para su país. Alrededor mío, había unos 5 vendedores ambulantes venezolanos que le reprochaban al joven ladrón. Al final del día eran ellos, los honestos, quienes cargaban por horas con kilos de mercancía y una estigmatización que pesa aún más. Continué diciéndole, sin medir mis palabras, que era una deshonra para su familia. Me respondió mirando hacia el piso, casi pidiendo piedad: “Yo sé eso, nadie me lo tiene que recordar”.
No tenía billetera ni documentos, tampoco celular. Seguramente alguien, él dice que su “mujer” embarazada, lo esperaba en casa; ni ella ni nadie sabrían nada del paradero del joven ni de su integridad.
Recordé cuando Petro, desde la Alcaldía, le pagó sueldo a los atracadores para que dejaran de atracar. Se gastó cien mil millones de pesos y los robos aumentaron, otro más de sus fracasos. Predecible para quien sabe de economía o de historia. El respetado historiador Michael Vann contó cómo los colonos franceses intentaron controlar la peste de ratas en Hanoi ofreciéndole dinero a quien presentara ante las autoridades la cola de una presunta rata cazada.
Como si no supiéramos los incentivos que eso genera, los roedores no solo aumentaban (como los atracadores de Bogotá), sino que eran los mismos humanos quienes las empezaron a criar para que se reprodujeran y poder así hacer efectiva la recompensa. Consecuencias no intencionadas, le llamamos los economistas. El remedio que multiplica la enfermedad.
Por otro lado, también recordé la investigación del economista Andrés Moya, de Los Andes. Donde encontró que, en Colombia, entre más traumática era la vida de una persona afectada por el conflicto armado, más temor y aversión le tenía al riesgo. Como el temor al riesgo afecta severamente las decisiones económicas, encontraba evidencia de un potencial ciclo vicioso entre violencia y pobreza.
No conozco la historia del joven que me intentó atracar. Pero en respeto a su dignidad personal rechazo cualquier intento de un político por pagarle para que no robe. También, así hoy merezca un castigo proporcional acorde a la ley, me abstengo de juzgar demasiado. Los exiliados de la dictadura genocida de Nicolás Maduro han vivido en un país en guerra, ninguna historia trágica que cuenten sería difícil de creer.
Tal vez la historia sería diferente si la humanidad estuviera de acuerdo en rechazar siempre las tendencias totalitarias de los políticos. Tal vez esa vida hubiera sido diferente.
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