Hace seis meses volví a abrir una cuenta de Twitter. Había hecho un primer intento que duró poco hace apenas un par de años, y ya en aquel entonces me pareció una red social agotadora, llena de rabia y de gente que se siente autorizada para decir cualquier cantidad de sandeces solo porque tiene un montón de seguidores. Pues bien: desde que volví a la red del pajarito, las impresiones que tenía entonces no han hecho más que confirmarse (o peor aún, reforzarse). De todas, Twitter es la red social más agotadora, y quizás tan irreal como las otras, aunque muchos se empeñen en creer lo contrario.
Pongamos, por ejemplo, el tema de las marchas del domingo pasado para protestar contra el carro bomba que estalló en la Escuela de Cadetes General Santander, en Bogotá. Mientras miles de personas salieron a la calle agotadas de una violencia a la que nadie desea volver y las marchas se desarrollaron en relativa calma, en Twitter solo salieron a relucir los videos de dos o tres desadaptados que protagonizaron hechos aislados de intolerancia. Eso sin contar, claro, con que durante el día fueron tendencia hashtags políticos en los que fanáticos de lado y lado -tan recalcitrantes los unos como los otros-, acusaron a sus contendores de una cantidad de cosas que ni siquiera vale la pena repetir, para qué.
Pero vámonos más atrás, incluso. Días antes, justo después del bombazo, los dos tristes líderes políticos de este país -o debería decir, más bien, los dos principales azuzadores-, escribieron en esa red mensajes incendiarios: el expresidente de la derecha, que aún se niega a perder el poder que un día tuvo, volvió a echarle la culpa al antecesor del presidente Duque y a su intento de hacer la paz; y el senador de la izquierda, por su parte, escribió que ahí estaba el resultado de los que querían la guerra. En fin, cada uno, a su manera, le echó más leña a este fuego que parece agarrar cada vez más fuerza, y que sus fanáticos aprovechan para propagar.
Así que seis meses después me siento casi tan agotado como si llevara años luchando por una causa perdida. No niego el inmenso poder de las redes, ni lo mucho que Twitter ha contribuido, en ocasiones, a fomentar la resistencia y activar a una ciudadanía que hace rato dejó de ser pasiva, pero creo, también, que el delirio de tener miles de seguidores o de creer ciegamente en ciertos fanatismos, ha llevado a que muchos se coman el cuento de que tienen una importancia y una influencia que, por desgracia, no es real.
Por lo demás, está claro que 280 caracteres no permiten debates serios de ningún tipo, y que los tuiteros tampoco parecen estar interesados en darlos, al final, lo que hay es una cantidad de gente escupiendo su rabia y otra cantidad respondiéndole furiosa, y un barullo terrible que no deja escuchar nada y que distorsiona, muchas veces, la realidad de las cosas. ¿Cuánto me durará este segundo intento? Lo único que me queda cada vez más claro es que la salud mental no parece ir de la mano con ese pajarito que escupe odio a diario.
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