Por esas vueltas que da la vida tuve que pasar hace poco una semana larga en Manizales. Por primera vez en mucho tiempo, mi visita no estuvo ligada a un periodo de vacaciones (usualmente a principio de año, cuando la ciudad tiene un ritmo y una dinámica tan distintos a los que mantiene siempre), y eso me permitió apreciar un poco cómo resulta el día a día en un lugar que abandoné hace exactamente 19 años y que ya no es, claro, el mismo que dejé al irme.
Joaquín Sabina, uno de mis gurús de cabecera, canta en Peces de ciudad que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”. Supongo que tiene razón. La nostalgia de los lugares que nos hicieron felices, transformados por el paso del tiempo y eso que llamamos progreso, crean un vacío difícil de salvar. Lo que fue ya no es y no volverá a serlo: por fortuna. Y, sin embargo, hay ciertos lugares que se mantienen, que conservan recuerdos de la vida que alguna vez llevamos y de la persona que fuimos entonces.
Durante esos días tuve la oportunidad de caminar mucho y recorrer la ciudad. Vi un montón de infraestructura que le ha cambiado la cara, de edificios y conjuntos cerrados con casas uniformes en las afueras, así como muchísimos restaurantes elegantes y vacíos en las noches, afectados, supongo, por esa burbuja que nos ha hecho creer que Palermo puede equipararse a cualquier zona gastronómica famosa de una ciudad grande. Caminé por esa zona peatonal que construyeron en Milán, con sus ciclorrutas torcidas y curiosas, y la fuente al fondo, antes de subir al Cerro de Oro, al lado de la que en mi época todavía era una discoteca medio famosa.
El punto, creo, es que a pesar de alegrarme por los avances, por la cantidad de edificios que están construyendo (mierda -pensaba-: ¿sí habrá gente para tantos proyectos?), por los restaurantes y los almacenes y las vías, sentí que esa ciudad relativamente moderna que hay ahora dejó hace mucho rato de ser la mía, entre otras cosas porque los lugares y las personas que me arraigaban a ella han ido desapareciendo, transformándose, o simplemente salieron hace rato de mi vida. La mía, mi Manizales personal, era la de la Florida despejada, la de Sancancio y el Parque Caldas, la de las fondas en el Tablazo, la del cine en Los Fundadores y en El Cid por la carrera 23, la de los helados en Chipre, la del aguardiente en La Curva, la de las películas en El Viñedo…
Dice Mario Vargas Llosa que “la patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía". La patria: el país, la ciudad. Lugares y personas que habitan ese territorio personal de la memoria. Seguro muchos de ustedes tienen su propia ciudad, cualquiera que sea: basta echar mano de los recuerdos. O, como en mi caso, poder regresar a ella durante cierto tiempo.
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