Luis Prieto

Colombia sufre una enfermedad mortal que no ha podido controlar, a pesar de los esfuerzos de varios gobiernos en fila. Esa enfermedad es la coca, una planta que fácilmente se convierte en cocaína, un alucinógeno que pone a volar la mente humana, trastornando todos los sentidos y esclavizando a la persona que la consume.
Su voluntad desaparece. Bajo su dominio se llega a la máxima criminalidad. La coca por sí misma es inofensiva y de uso común por los indígenas de la cordillera del sur del continente. Su virtud radica en que al masticarla quita el hambre. Se dice que Bolívar al trasegar por las cordilleras en pro de la libertad de los pueblos allí ubicados, en medio de la penuria alimentaba su tropa con coca, su único sustento. La coca, sin ninguna transformación química, es normalmente usada en países como Bolivia, allí su mercadeo es algo común. Es parte de su ancestro.
En Colombia las cosas son distintas. Hace cuarenta– cincuenta años, llegaron a Méjico unos cubanos americanos a sembrar unas plantas desconocidas. Eran expertos jubilados, que controlaban la droga en oriente medio, como oficiales del gobierno de los Estados Unidos. Fueron expulsados inmediatamente. Alguien les sopló la Guajira colombiana, tierra desierta y sin vigilancia alguna. Allí instalados, pagaban en dólares el producto trasladado a Centroamérica, a cualquier joven de Santa Marta, que pudiera conducir una avioneta. Esto trajo un boom pernicioso que el Gobierno ignoró. Así solapadamente entró la marihuana, primer alucinógeno, al país.
La cocaína es otra cosa. Es algo más fuerte que pone a volar la mente humana al infinito. Sobre todo las mentes en Estados Unidos. Sus gobiernos le declararon una guerra a muerte. La hoja de coca no se conocía en Colombia. Es originaria de Ecuador y Bolivia.
Pablo Escobar, el genio maligno colombiano, enterado de este gran negocio, empezó a importar hoja de coca de esos países del sur y a promover laboratorios en medio de la selva.
La cocaína se dispersó a velocidades casi como la luz. El negocio ha sido el mejor del mundo. Una producción de hoja campesina en pesos colombianos y un comprador ávido, ansioso y anhelante en las calles de New York, pagando en dólares.
Paradójicamente la coca ha sido la redención de la miseria colombiana, tratando de vender un racimo de plátano en la vera del camino o en el pueblo vecino, o a un comprador inclemente que birla así el mendrugo de pan para sus hijos.
Llegó la coca de fácil y rápido cultivo, pagada al instante en el sitio de su choza, ya en reconstrucción. No tiene remplazo hasta ahora, por ningún otro producto vegetal conocido. Con ello, podríamos decir, también un poco de redención a esta ancestral miseria campesina colombiana.
Pero para nuestra sociedad, y por lo tanto para la de los países desarrollados y ricos, es la muerte. Con la coca se instauró la sociedad del crimen y la abundancia de bandas matándose entre sí por los senderos y embarcaderos de nuestros dos mares.
El desenfreno asesino llegó al campo y a las ciudades pletóricas de cocaína. Bajo sus infernales efectos, la corrupción se expande por doquier.
La juventud nacional, untada de cocaína hasta sus heces, se ha penetrado hasta los más recónditos rincones de nuestra periferia. El país colombiano no sabe para dónde va. La siembra de la coca aumenta diariamente llegando hoy a 220 mil hectáreas sembradas. Las erradicaciones comprometidas por el gobierno han fracasado. Las aéreas, las únicas efectivas, se suspendieron por órdenes de las Farc, dueños y señores, estén donde estén. Las erradicaciones manuales, dentro de un inmenso estadio, nunca alcanzarán la velocidad de las siembras de la pobreza hambrienta.
Los gobiernos norteamericanos, desde Reagan, le declararon el exterminio a la marihuana y a la coca. Ya que tenían envenenada a su juventud. Los Estados Unidos han demandado y colaborado inútilmente con Colombia. Pero Colombia tiene la enfermedad incurable de estos alucinógenos, sin que existan erradicaciones que la curen.
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