Dar coba. Somos un país experto en eso: en incitar, en azuzar, en presionar. En medio de la volatilidad diaria encontramos que en redes sociales también se vive lo que por años se ha percibido en la calle: una necesidad por justificar los conflictos por medio de la pelea. Por ello, las redes –con el nombre más preciso de todos– nos atrapan si nadamos cada día en esas aguas.
Hemos aprendido a concebir la vida como “una lucha”, es decir, un constante enfrentamiento contra una presumible realidad adversa que nos demanda nuestros mayores arrestos para no sucumbir frente a la inclemencia del vivir actual. Pero vamos más allá de ello: Como sociedad estresada y apocada, vemos en la pelea una manera de liberar presión, además de complacer al ego vistiendo a los demás como amigos o enemigos.
Tal es el punto de nuestro extremismo que mirar la vida desde tonos de gris es casi que un pecado social. Por tanto, ser “un tibio” es motivo de rechazo, puesto que existe una exigencia general para tomar partido, así esta no sea afín a la causa propia. La obligación es pertenecer, no solo en la política, sino a un grupo social, a una estirpe, a un equipo, a algo, pero hay que pertenecer, así sea un sinsentido.
Precisamente, por lo anterior, no deja de inquietarme que muchas personas pasen su existencia avivando conflictos y dolores ajenos al querer ‘resolverlos’ únicamente desde la confrontación, en muchos casos, por la vía de la violencia. Y no se trata de moler a los demás a golpes o reducirlos físicamente, sino de someterlos al insulto y al oprobio; a la vergüenza y al rechazo.
Muchas personas terminan doblegadas por un espiral de violencia discursiva que hace que toda su vida se convierta en maldecir, criticar o lamentar. La manipulación de la verdad lleva a muchos a atacar con mentiras a otros para esconder sus verdades, justamente, porque la verdad duele cuando se evita. Así pues, en Colombia hemos crecido con una especie de indignados rencorosos que buscan revancha y venganza, pues creemos que esa es la justicia. Gran error.
Pero a nada viene quejarnos, cuando sabemos que el problema es cultural. Al insulto se le responde con otro agravio, quizás de mayor calibre; o, como dice la canción popular “golpe con golpe yo pago”. Y así vamos, sin cuestionarnos en ningún momento por qué nuestra vida gira en torno a devolver lo que nos dan los demás y que nos produce desagrado.
En este país de incitadores, de nada vale la defensa cuando se despliegan batallones de perfiles en redes sociales para atacar al que piensa diferente. Es posible que, así como fallamos en la educación en valores, también fracasemos en comprender que el poder que les damos a los demás de ofuscarnos termina cuando no permitimos que lo que se dice en la virtualidad pase a la realidad.
“Pelea, pelea, pelea”, gritaban muchos en el colegio. “Cásquelo, para que no se vuelva a meter con usted”, decían otros en las calles. “Insúltelo para que se calle”, hacen algunos en las redes. “¿Cómo se va a quedar en silencio?”, incitan terceros… Queda claro que dar coba es de cobardes, pues no hay nada más perdedor que instigar al conflicto para “resolver” algo que siempre queda débil por la vía de la fuerza. De pronto, por ese afán de revancha, somos solo un país de incitadores.
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