Luis F. Gómez


No podemos dejar desaparecer los ritos. Debemos degustar, sentir internamente, darnos cuenta de lo que te sucede, del paso del tiempo, de la dicha y de la tristeza y de cada parte de la existencia. Debemos abrir y cerrar ciclos… de lo contrario todo queda sumergido en una monotonía amorfa.
Estas ideas han vuelto a mi mente, al leer el libro de Byung-Chul Han, La Desaparición de los Rituales. Continuando su crítica a occidente y a la sociedad del rendimiento que, define el tiempo que nos ha tocado vivir. El filósofo nos interpela sobre la desaparición de lo simbólico en occidente, con la pérdida subsecuente de las acciones y significados que nos permiten experimentar la permanencia, estar en el mundo sin que todo desaparezca en lo veloz, en lo secuencial, en lo fugaz de las redes sociales; en la inmediatez que impone la comunicación instantánea del mundo digital.
Han escribió antes de la pandemia, pero su narrativa se aplica a este momento cuando la sociedad ha sufrido un empujón hacia la tecnificación y hacia la aceleración de las formas de producción, tratando de evitar la debacle económica y la crisis del sistema capitalista. Los rituales, han sufrido el confinamiento, y se han servido de los medios de comunicación tecnificados, perdiendo algo de su pulcritud, de su lentitud , de su formalidad y de su organización. Hoy transmitimos los rituales por las plataformas de streaming, sin que se pueda recrear o respetar su escénica. Se transita del rito a la ceremonia; del uso de los bienes que permanecen, al consumo de todo, a la obsolencia de las cosas y de la vida que obliga a la compra, con cierta vanalización de lo simbólico y de lo sagrado y de todo aquello que permanece, se cuida y se reutiliza.
La desaparición del rito, fragmenta nuestra identidad nos impide identificarnos con unos y diferenciarnos; nos iguala, nos globaliza, pero sin darnos un lugar, un territorio, una estancia, que nos ayude a sentir permanencia y hogar. Los rituales marcan tiempos específicos, ciclos, momentos, fases vitales, transiciones de la vida que son importantes para entender cómo estar en el mundo, como experimentar la magia, los umbrales, las vías de paso que tienen sentido en las culturas; para entender el tiempo, cerrar, guardar, callar, escuchar, contemplar, estar en reposo, sentir la vida pasar. Al desaparecer el rito, no hay tiempo para interpretar.
En la sociedad del rendimiento, el séptimo día no se guarda, el descanso, el reposo y la contemplación no se valoran, la lentitud no se premia, el ser humano pierde la capacidad de acercarse íntimamente a su Dios, dedicarse a sus oraciones, verse en la intimidad de sí mismo, cerrando los ojos, celebrando un culto, llevando el ritmo ordenado de una oración, y todo esto sucede porque no es posible detenerse, demorarse, tomarse un tiempo para no producir, vivir el tiempo sublime, el tiempo de ocio, que nos recuerda Han que en griego se decía scholé, escuela, tiempo no para producir, sino para desarrollar el ocio superior, con sus tiempos, sus ritmos, sus pausas y sus movimientos para aprender. Esta confrontación profunda sobre la pérdida y la desaparición de los ritos, es más que un llamado de atención, es una oportunidad, que se potencia en estos tiempos en que nos vemos obligados a parar, a darnos un tiempo, porque algo no previsto se nos impone y nos amenaza sensiblemente la existencia. Quizás deberíamos reconocer el valor de los tiempos, de la lentitud, de la demora, de la recuperación a través de los ciclos y los tránsitos en que podemos reflexionar y vivir no solo para producir, sino para dar sentido a la vida, para cuidar la tierra, para cuidarnos a nosotros mismos y volver al hogar del tiempo donde todavía se permanece a salvo de su irremediable liquidez.
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