Cuentan los abuelos que cuando Maní se fundó, la piedra que lleva su nombre se sembró y de allí brotaron los cuatro elementos: agua, fuego, aire y tierra. Por la mezcla de ellos, el espacio y el tiempo se conocieron, y como expresión de su más profunda relación, nació la ciudad. Los filósofos de aquí y de acullá visitaban a Maní interesados en estudiar cómo los grandes debates de la filosofía, desde la antigüedad mesoamericana, lograron materializarse en Polis a través del espacio público.
Una sucesión de hechos y sinergias permitieron organizar barrios sobre las laderas, caminos, ferrocarriles, cables aéreos, fábricas y un fructífero comercio. Todo se entretejía con parques, plazas, bulevares, canchas deportivas, mercados campesinos, colegios y universidades.
La vida fluía más o menos feliz, no sin contratiempos propios de los cambios de época. Pese al estado de felicidad que los habitantes de Maní reflejaban en las encuestas anuales de percepción ciudadana, ocupando siempre los primeros lugares del mundo y más allá, aumentaba cierta desazón y preocupación por el incremento de las muertes y pestes recurrentes propias del cambio climático, la deforestación, la contaminación de las aguas y la turbiedad del aire por efecto de las fábricas antiguas, el incremento en la compra de carros y el uso de combustibles fósiles.
La Catedral de Maní, paradigma de la capacidad técnica y el tesón de sus gentes para sobreponerse a varios incendios que obligaron a reconstruir la ciudad, debía ser sometida a procesos cada vez más continuos de lavado de sus fachadas para evitar el deterioro. Las casas se ponían negras por el hollín. Y esto contrastaba con los rumores sobre la estrategia de algunas empresas que debilitaban la disponibilidad del agua para consumo humano, bien porque depositaban mercurios y otros minerales para extraer oro, o por los químicos que usaban indiscriminadamente para cultivar papa, o porque se proponían inundar de concreto reforzado cada rincón de bosques, debido a la valorización de suelos impermeabilizados.
El espacio parecía detenerse, homogenizado por una especie de obsesión colectiva a separar la ciudad por conjuntos cerrados controlados por cámaras de vigilancia, perros rabiosos y sensores remotos que electrificaban a cada transeúnte si sobrepasaba los estrechos márgenes de circulación. Y el tiempo se volvía atemporal como lo habían vaticinado los filósofos de la teoría del caos. Todo era efímero y circunstancial. Todo se había vuelto etéreo, banal y superfluo. La crisis de liderazgo se reflejaba en la ingobernabilidad del gobernante, en la insustentabilidad del ambiente, en la ignorancia de los sabios, en la injusticia de los jueces, en la improvisación de los planificadores y en la impericia de los técnicos.
Cuentan los abuelos, que el último de los gobiernos de la ciudad de Maní perdió la razón y la memoria, y muchos ciudadanos, como una especie de zombis, deambulaban de aquí para allá sin conciencia de las amenazas que se cernían sobre ellos. “Somos muy felices”, repetían insistentemente en cada esquina, negándose a reconocer la tragedia que vivían cotidianamente. Otros pocos, que mantenían su capacidad de raciocinio y de crítica, ni siquiera se atrevían a salir de sus casas por temor a ser contagiados. Decían que cada madrugada, el gobernante y su equipo cambiaban el sentido de las vías o simplemente las clausuraban para convertirlas en parqueaderos, construía glorietas de dos y tres pisos, junto a largos puentes que pasaban por encima de casas y edificios históricos. También se había obsesionado con cerrar restaurantes y negocios, porque según él, perjudicaban la salud colectiva y deterioraban el estado de felicidad.
Cierto día, emprendió una campaña para promover el consumo de buñuelos argumentando que prevenía la drogadicción de los jóvenes, mejoraba la voluptuosidad de las mujeres y mantenía el estado de felicidad colectiva, por eso localizó pequeños negocios, con el apoyo de sus amigos, en avenidas, parques y plazoletas donde se concentraba la gente. Aumentó tanto el consumo de buñuelos que los ciudadanos ya no podían caminar ni disfrutar del espacio público por el peso de sus cuerpos redondos. El tiempo en la ciudad de Maní se detuvo, la ciudad desapareció y la felicidad se fugó en busca de otros cuatro elementos fundacionales.
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