Decía Barack Obama ante la conferencia anual sobre Nelson Mandela hace un par de meses: “En muchos países de rentas medias y en vías de desarrollo, la nueva riqueza ha seguido empeorando la situación de la gente, porque ha reforzado y aumentado los modelos de desigualdad existentes, y la única diferencia es que ha creado todavía más oportunidades de corrupción a una escala gigantesca”.
La corrupción es pues, un fenómeno global que permea todas las instituciones y a la sociedad misma. En Colombia, se ha reconocido oficialmente que cada año, las relaciones fraudulentas entre empresarios, políticos y gobernantes corruptos, le roban 50 billones de pesos al erario público. Pero esa cifra sería aún mayor, si contáramos las transacciones ilegales que se hacen todos los días por los ciudadanos comunes y corrientes. Parquear en un lugar prohibido para evitar el pago en las zonas azules, es corrupción; comprar un artículo de contrabando, es corrupción; sobornar a un funcionario para obtener un beneficio, es corrupción; y todas esas prácticas no están contabilizadas en las ya de por sí escandalosas cifras que se difunden en los medios de comunicación.
La corrupción permea y transgrede los principios éticos y morales de una sociedad, al punto de flexibilizar la línea de valores socialmente aceptados. Es común entre la gente decir “no importa que roben, pero que por lo menos se vean las obras”. A tal punto ha llegado el nivel de aceptación de tales prácticas perversas. Y los llamados dirigentes contribuyen a ese estado de cosas ilegales.
Ya vimos cómo, mientras el presidente Duque anunciaba en su discurso inaugural un paquete legislativo para luchar contra la corrupción, en los pasillos de Palacio el expresidente Uribe le agradecía a su pupilo que no hubiese hecho alusión a la consulta anticorrupción. En efecto, una cosa es la concepción que sobre el particular tienen los gobernantes y líderes políticos, y otra cosa muy distinta el significado que puede tener la consulta anticorrupción votada por la sociedad. En el primer caso, la lucha contra la corrupción podrá maquillarse de mil maneras; en el segundo, será un mandato popular ineludible, respaldado por más de 12 millones de personas. Ahí radica la diferencia.
Ni el Congreso ni el gobierno tienen la voluntad política de autorregularse, por eso sacan miles de excusas para evitar o desestimular la participación ciudadana directa con argumentos poco convincentes: que es muy costosa (¿más de lo que hasta ahora se han robado?), que ya está reglamentada (¿Y por qué no se aplica?). En lo único que tienen razón es que los siete mandatos anticorrupción son insuficientes, pero abren el camino para continuar avanzando. Solo en manos del pueblo soberano está la posibilidad de hacerlo realidad con su voto.
Esta podría ser la primera gran revolución del siglo XXI en Colombia. Se trata de pasar de la democracia representativa que ejercen nuestros congresistas y gobernantes en nombre de todos los ciudadanos, a la democracia directa, para decidir sobre una de las mayores disfuncionalidades del modelo económico actual, basado en la sobreacumulación de riqueza individual (legal e ilegal) y la supuesta autorregulación del mercado (todo para los bolsillos privados, nada para el bienestar colectivo).
La corrupción ataca de manera directa los principios de igualdad, justicia, libertad y democracia. Sin corrupción, podremos lograr una sociedad más pacífica y más cooperante en la búsqueda del bien común.
Por eso hoy quiero invitar a todos los caldenses, para que ese deseo de cambio que se ha venido expresando en las urnas, lo utilicemos de manera directa y sin mediaciones votando siete veces sí para bajar el salario a los congresistas, obligarlos a presentar sus declaraciones de renta, transparentar la contratación pública por medio de pliegos tipo, concertar presupuestos públicos con los ciudadanos, limitar los periodos en corporaciones públicas, exigir rendición de cuentas sobre asistencia, votación y gestión de proyectos de los elegidos.
No es un fin en sí mismo, es apenas el comienzo de una gran revolución de las pequeñas cosas que comienza con cada uno de nosotros ejerciendo el poder que nos corresponde por mandato constitucional, porque el presupuesto público es del público y para lo público.
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