Lina María Gutiérrez


En la mañana del 6 de agosto de 1945 a las 8:15 a.m. la bomba (bautizada como Little Boy) estalló en el aire y acabó con Hiroshima, conocida como la ciudad de las aguas por estar rodeada de seis ríos. La bomba (datos de National Geographic) contenía uranio-235 de 4.400 kilogramos de peso, tenía 3 metros de longitud, 75 centímetros de diámetro y una potencia explosiva de 16 kilotones, -1.600 toneladas de dinamita-. Esa mañana Little Boy explotó a una altitud de 600 metros y mató a 140.000 personas. Tres días después, el 9 de agosto de 1945, el ejército de EE.UU. arrojó la bomba atómica sobre Nagasaki. Eran las 11:02 a.m., cuando el cielo se iluminó con un flash blanco y los relojes se detuvieron. Fat man fue el apodo de esta segunda bomba de plutonio, detonada a una altitud de 550 metros sobre la ciudad, que mató a 70.000 personas y a otros miles que morirían después como consecuencia de la radiación. El dispositivo (datos de National Geographic) tenía 3,25 metros de longitud por 1,52 de diámetro, pesaba 4.630 kilogramos y poseía una potencia de 25 kilotones. Cinco años más tarde, el número total de muertes por causas de las bombas atómicas de Hiroshima y de Nagasaki se estimó en 230.000.
El día (15 de agosto de 1945) que el emperador japonés anunció la rendición incondicional del Japón, les pidió a los japoneses soportar lo insoportable. Mientras esto sucedía 250 personas se agolpaban frente al templo para hacerse el harakiri (el ritual de suicidio japonés) porque no podían soportar, ni vivir en un país que se había rendido. En ese momento de caos, el emperador (en japonés el tenno o soberano celestial), cuenta la historiadora Diana Uribe, les habló por radio para detener la tragedia. Les dijo que la vida era de él, que les ordenaba vivir y soportar lo insoportable. Álvaro Robledo, escritor y conocedor de la cultura japonesa nos dijo alguna vez en una de sus clases sobre literatura japonesa que la rendición para los japoneses por su educación y cultura era impensable en su código de vida y de honor y que la muerte era el único camino salvador por su idea de la muerte como victoria. Ejemplo de eso durante la guerra, fue que muchos japoneses actuaron como kamikazes (viento divino en japonés) o pilotos suicidas que se arrojaron contra los barcos de estadounidenses para explotarlos y ellos morir. El hombre que reunía a los escuadrones de Kamikazes alguna vez dijo, según contó Diana Uribe, que sentía dolor por los que no habían sido escogidos como kamikazes por no tener la oportunidad de morir por el emperador.
Hoy en día en Hiroshima, desde 1955, existe el parque conmemorativo de la paz donde están expuestos desde los relojes que tras las ruinas se encontraron detenidos para siempre a las 8:15 hasta el monumento símbolo de las víctimas que recuerda la historia de la niña Sadako Sasaki que tenía dos años cuando estalló la bomba y que murió tiempo después de leucemia luego de terminar de hacer mil grullas de origami por los niños enfermos (en Japón existe la tradición de que si se hacen 1.000 grullas de origami, los kami o dioses concederán un deseo). Ahí mismo hay una llama eterna que arde desde 1964 junto con los nombres de las víctimas que permanece prendida mientras exista una sola bomba atómica en el mundo. En Nagasaki existe también El Museo de la Bomba Atómica desde 1996.
Durante estos días de conmemoraciones mientras los niños en el Japón lanzan al aire las grullas de origami de papel hacia la estatua de Sodako, nosotros al otro lado del mundo: recordamos, nos solidarizamos con las víctimas y sus familias, pedimos al mundo sentido común y consideramos las terribles implicaciones de las armas nucleares y su poder destructor.
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