A los conservadores traidores los seduce la escarapela multicolor. Las ágoras electorales las enruanan con festones bermejos y en el redondel estallan en alaridos cuando el capote engaña al toro. Cómo no gustarles el bermellón de la sangre que hace burbujas en el morrillo del astado. Ese rojo guerrero los cautiva porque hace compadrazgo con camorras, guillotinas y canalones mortíferos. Ellos saben del hampa que aprovecha la oscuridad nocturna para acribillar inocentes y deja como trofeo un arma blanca empurpurada. No se entiende el por qué de esos desvíos perversos hacia lo sanguinolento que los encariña con una izquierda agresiva.
El populismo que hace de los imposibles emblemas de engaño, fascina porque es gritón, tiene boca grande para las demagogias, nariz pringada de pólvora, mirada intimidante y cierto airecillo retador. El izquierdista no profundiza filosofías, ni tiene entelequias metafísicas. Es anárquico y holgazán. Le agrada la superficie, la cosquilla epidérmica, más la cáscara que la pulpa. Utiliza los alborotos, los rizos flotantes, los amaneramientos veniales. Es entonado y bulloso y decoran su rostro cicatrices como secuela de sus trifulcas con matachines. Camina con paso decidido y hace alarde de su musculatura que la exhibe cuando reparte trompadas.
Esos jefes que alardean promesas, pescan púberes y suman la adhesión de los que no trabajan. Son capataces coléricos, enlunados y descompuestos, fabricadores de oratorias incendiarias. Los sargentos de esas montoneras son empalagosos y mesiánicos. Usan atuendos singulares. Camisas floreadas, pañuelos rabodegallo, revólver al cinto y una cantimplora para los nepentes. Aterran con sus gargantas estentóreas. Se movilizan entre estrépitos. Cohetería que revienta por los cielos, vehículos eslabonados con bocinas rompeoídos, tambores de cuero elástico, más tipleros trasnochados.
A causa de ese oropel mentiroso, mucho tránsfuga se ha torcido. ¿Qué los seduce? ¿El marcado morenaje del caudillo tropical, los denarios que atrae pedigüeños, la pedante palabrería que fabrica espejismos ilusorios? A ese estuario farsante desembocan conservadores que reniegan de su partido.
En la era napoleónica hubo dos camaleones, parecidos a los copartidarios que desertan. Ambos exclérigos, con olfato satánico. Talleyrand, obispo católico, fue un saltimbanqui de la diplomacia francesa. Servil al rey y a Bonaparte, rechazado por este a causa de sus felonías. Fouché era peor. Cínico, frío como el metal de un alfanje sarraceno y era tan astuto que se convirtió en pieza esencial en el engranaje administrativo del Emperador.
Desde luego que nuestros Judas no son ni sombra de esos corruptos desvergonzados. Aquellos tenían cerebro. Estos apenas intestinos. Aquellos eran águilas carniceras, estos desplumadas aves de corral. Aquellos volaban sobre acantilados pestíferos, estos se atragantan de detritus.
Es odioso el cambalache. Para estos ingratos que se deslizan, don Simón Bolívar era un caballista con callos en las nalgas, un embaucador de pueblos. Rafael Núñez un costeño atormentado por un corsé de leyes que dificultaban el buen gobierno. Miguel Antonio Caro un múrido de biblioteca, con la cabeza empacada de teorías inútiles. Marco Fidel Suárez apenas un bastardo. Laureano Gómez un tigre de papel. Mariano Ospina Pérez un llorón rezandero en las tribunas. Gilberto Alzate Avendaño un pájaro de mal agüero.
Todos esos turistas que han cambiado un palacio de oro por un restaurante que vende fantasías, ignoran lo que es tradición y principios. Son Caínes pisoteantes de los emblemas gloriosos de un partido que, en una bandera y un himno, conjuga religión con doctrina, hazañas memorables con horizontes promisorios. Que ellos se queden allá en el festín de los desleales tras falsos paraísos artificiales. Los conservadores genuinos nos sentimos honrosamente incrustados en la historia por José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez, autores del decálogo que marca nuestro destino.
Esos muérganos -ignorantes y estólidos- desconocen nuestros principios. No saben que solo sobre esos farallones pétreos se puede gobernar. La dimensión inabarcable de lo que es el poder, la autoridad, los derechos fundamentales, el concepto imperial de la inerme justicia, el bienestar social, el idealismo espiritual, el ser humano como criatura de Dios, todo junto, es un vademécum sobre los cuales se afianza un conservatismo universal.
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