¿Ingenuidades? Muchas. Cada día que pasa es un vademécum de equivocaciones. Avanzar y retroceder. Caer y levantar. Amar y odiar. Las energías periclitan y de inmediato se renuevan. La mente es un semillero de milagros.
Espiritualmente el ser humano es una espiral que, en segundos, oscila entre cima a sima. Después de la alegría, la tristeza; luego del triunfo, la derrota; el éxtasis culmina en decepción. Toda procesión tiene su Gólgota.
Las amargas experiencias personales sirven de etiqueta que–recordadas- martirizan por los desatinos que signan nuestras vidas. Cada día nos deja un saldo de arrepentimientos. Por las palabras que no se debieron pronunciar, por las decisiones precipitadas, (¡Ah Omar Yepes!), por ese yo pecador que en las meticulosas contabilidades lo transforman en un sarcófago de dolores íntimos.
Sin más preámbulos narro dos episodios que concluyeron en quejosa decepción. Soy “hijo de Salamina”, a secas, por determinación de su Concejo Municipal. Estoy vinculado a la ciudad por formación intelectual. Quise ser su alcalde pero los hados lo impidieron. Sí fui legislador en el areópago en donde germinan los acuerdos. En la Ciudad Luz me gradué de demagogo tropical.
Para lograr la dirección del conservatismo, institucionalicé “el marrano azul”. Quería incidir en la política del departamento buscando que Salamina fuera mi Cabo Cañaveral. Visité veredas, mandé vituallas, los ágapes fueron multitudinarios, se apuraron guarapos, se rasgaron tiples, tronaron voladores y se cometieron discursos. Los pronósticos eran favorablemente arrolladores.
Esos jolgorios se convertían en ríos de emociones elementales, con flamear de banderas azules y baile de pasillos con el sonso golpeteo de las enramaladas peinillas. Arrasaría en las urnas. Ocho días antes de las elecciones llegó a Salamina Omar Yepes y regaló 500 becas. Mi castillo de naipes se derrumbó. El jefe de mi Partido a quien en ese momento no respaldaba, me transmutó en guiñapo electoral.
La segunda remembranza es divertida y, paradójicamente, cruel. Era otra época muy distinta a aquella de la zurra que me dio Yepes. Me regalé, por que sí, para dictar una serie de charlas sobre la historia de Salamina. Cerraba mi fecunda oficina de Bogotá, tomaba avión y luego carro expreso desde Manizales. Pernoctaba en mi finca Cochabamba. Cada quince días hacía diálogos cordiales en sus escuelas y colegios, y por último, otro con la ciudadanía, en horario nocturno. Esa dedicación la sostuve en todo un año.
Llegaron las elecciones. Había que renovar el Concejo Municipal. El tonto parlero montó cábalas ilusas. Presumía que los alumnos que escuchaban alelados las prolijas memorias de lo que había sido y era la ciudad, debían contar en la intimidad de sus hogares las enseñanzas recogidas de los labios del tribuno.
Y éste, ¡ingenuo que es uno!, creyó que esa semilla esparcida a todos los vientos, tenía que dar frutos en la vendimia de los sufragios. Lanzó lista con solo su nombre para obtener un escaño edilicio. Hubo oratorias adicionales, micrófonos en las calles, más comestibles y promesas. Debían respaldarlo entre 4 y 5 mil sufragantes. Eso creía él.
Llegó la hora de la verificación final. El conferencista regaló dinero para hacer más hemorrágica aquella presentida bonanza. Se pavoneaba ilusionado con el apabullante caudal de sufragios a su favor.
Día de los comicios. Finalizan a las 4 de la tarde. Se espera con impaciencia el resultado.
El grupo de sus remunerados electoreros, levantan copas y embriagados gritan ¡hurras! al nuevo concejal que iba a impactar en el hemiciclo con el torrente de sus conocimientos.
Ingresa veloz un emisario. Todos esperan la feliz noticia… ¡...29 votos…! ¡…que –¡además!- fueron comprados y costosos…!
El frustrado orador, avergonzado, huye de Salamina. Hecho un nazareno regresa a Bogotá y toma una decisión radical: no más pedagogías cívicas.
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