Juan Álvaro Montoya


La batalla constante es parte de cada día. Levantarse después de la caída, acariciar sueños esquivos, coquetear con el triunfo, persistir en los propósitos y luchar sin cesar hasta alcanzar la victoria, son periplos inevitables de todo ser humano hasta que indefectiblemente hallamos el punto final del camino. Es el designio que nos acompaña desde la cuna hasta la tumba y a él nadie es ajeno.
Algunas lides se encaran al cruzar una tormenta, cuando estamos a punto de naufragar y solo un destello lejano de esperanza resplandece en medio de la lobreguez. En estas gestas la determinación individual representa la diferencia entre la victoria o la derrota. Pero existen otras justas que no se deciden por voluntad, esfuerzo o valor. Tal sucede con la cruzada individual contra el covid, que parecer ser arbitrada por la suerte y no por la templanza personal. De nada sirven el coraje, el ímpetu o los deseos de vivir contra este mortífero enemigo. En la lona han quedado sueños fantásticos, carreras promisorias e intelectos desbordados ya que el virus, que no distingue condiciones de credo, raza, sexo o riqueza, es tan universal como el aire que respiramos y a él estamos por igual expuestos sin importar nuestro entorno.
Esta semana el infortunio ha tocado las puertas de dos valiosos personajes del contexto nacional:
Carlos Holmes Trujillo, fue mucho más que un hombre público. El currículum de este abogado de la Universidad del Cauca se enaltecía con destacados cargos ocupados desde el mandato de Alfonso López Michelsen. Cónsul, alcalde de Cali, constituyente, ministro de Educación, ministro del Interior, ministro de Defensa, canciller, Alto Consejero de Paz, embajador ante los gobiernos de Austria, Rusia, Suecia, Finlandia, Islandia, Bélgica y ante la OEA y la Unión Europea; solo le bastaba ser Presidente de la República y para ello estaba preparando su precandidatura. Más allá de su figura política, sus allegados lo recuerdan como un caballero, serio y digno de confianza, poseedor de una excepcional capacidad de trabajo, políglota que dominaba con fluidez cinco idiomas, amigo leal, confidente cercano, líder durante los últimos treinta años y un entrañable contertulio que se caracterizaba por su señorío. El manto negro que hoy se posa sobre su féretro se riega con las lágrimas de dolor de su esposa Alba Lucía y sus hijos Carlos Mauricio, Camilo Iván y Rodrigo. Para ellos la partida tiene una connotación especial pues ha sembrado la congoja en su presente imponiendo un abatimiento difícil de superar.
Recuerdo a Julio Roberto Gómez desde mis días como ayudante en la Cámara de Representantes. Entonces era yo un joven de escasos veinte años que prestaba sus servicios en el Congreso de la República y en una loca carrera por alguna trivialidad que ya olvidé, tropecé con él. No lo conocía entonces y solo atiné a disculparme por el mal instante que le había hecho pasar. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al entrar al hemiciclo donde sesiona la corporación, observé al distinguido representante del movimiento sindical colombiano junto a los parlamentarios que le eran afines. Meses después el fallecido Juan Luis Londoño de la Cuesta expresó en el mismo escenario su solidaridad ante una grave enfermedad que Gómez padecía y de la cual no parecía tener salida. ¡Las vueltas que da la vida! Transcurrido poco tiempo era Londoño de la Cuesta quien yacía en el Sheol y Julio Roberto continuó como presidente de la CGT por dos décadas más. Hoy lo despedimos, con tristeza profunda por el sindicalista moderado y culto que parte hacia la eternidad, pero con un hondo reconocimiento por la labor que ejecutó en beneficio de los trabajadores colombianos. Él se lleva consigo la gratitud de 22 millones de trabajadores y la exaltación de todo un país que lo observaba como una figura de consensos en momentos de disensos.
Hoy Colombia ha perdido una batalla. Junto a estos dos personajes se encuentran los cuerpos de 51.126 compatriotas que sucumbieron ante la enfermedad. Hoy sus sillas se encuentran solitarias, sus mesas vacías y sus camas abandonadas. Pero su memoria es honrada por las lágrimas sinceras de quienes los amaron. Acompañamos su dolor con un sincero mensaje de solidaridad en esta luctuosa hora que solo Dios podrá consolar.
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