Juan Álvaro Montoya


Soy orgullosamente colombiano. Fueron las montañas de Salamina los verdes prados donde respiré por vez primera el fresco olor del campo, probé la dulzura de la fruta madura y me maravillé con el multicolor de la aurora. En estas laderas se formaron las primeras impresiones de un mundo incierto. La literatura, la poesía, la política, la cultura y la gastronomía son todas fracciones de un entorno que se completó parte a parte para afincar las raíces en este país. En la infancia aprendimos el himno nacional con las primeras letras, lo entonamos con emoción patriótica elevando la voz para destacarse sobre los compañeros. Desde aquel momento este cántico adquirió un valor profundo que simboliza la adherencia de nuestra semilla al suelo que nos vio nacer.
En este contexto duele la estigmatización del colombiano. Hiere el alma cuando somos generalizados como narcotraficantes, violadores, pillos o pícaros en el exterior, o como estafadores y malandrines por nuestra propia gente. Lastima la honra trabajadora y sincera cuando advenedizos nos tildan de flojos. Se sensibiliza el oído cuando escuchamos palabras desobligantes contra la condición nacional. Estas vilezas podrían aparecer en foráneos que desconocen la cultura, tradición y bondades que abriga esta patria. Sin embargo, resulta al menos incompresible que compatriotas encuentren su fortuna denigrando de su propia raza. En efecto, es ignominioso que libretistas nacionales creen como producto de exportación series televisivas que son una verdadera vergüenza para nuestra casta, en las cuales se relata con arrogancia una cronología mafiosa protagonizada por personajes que se niegan a desparecer como Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha o Carlos Castaño, donde los protagonistas son criminales que trafican cocaína, viven del sicariato y extorsión, compran conciencias, venden amigos y para sellar su entorno, se divierten en bacanales dionisíacos con mujeres colombianas que son denigradas como instrumentos sexuales. De estos programas surge un prototipo muy claro de la identidad nacional en el cual el delito, la trampa y el sexo son los caminos para lograr las metas de jóvenes que ven reducidas sus oportunidades en un contexto cada vez más excluyente. Esta es una afrenta contra lo que somos como nación.
Robert Green, el conocido estratega norteamericano autor de best-seller como “Las 48 leyes del poder” y “La ley 50”, pregona de manera reiterada en sus textos la importancia de luchar por defender el buen nombre, ya que en su sentir “es nuestro activo más valioso”. Esta declaración parece caer en el olvido cuando se trata de exportar la imagen como colombianos. Las series que profusamente encontramos en la parrilla hacen su mayor esfuerzo por proyectar un semblante contrario a una multiplicidad de virtudes que nos caracterizan. De hecho, al sintonizar los canales nacionales en la franja “Prime Time”, debemos prepararnos para encontrar lo peor de esta nación, expuesta como si se tratara de la regla y no de la excepción.
“Hecho en Colombia” debería ser una marca que nos llene de honra, que ensanche el corazón con la dignidad que nos da el haber nacido en esta tierra, el tener una semilla sembrada en estas cordilleras y las familias ancladas a este suelo. Solo en este terruño podemos encontrar reunidos en un solo lugar la variedad de sus climas, el azul profundo de sus mares, el blanco perlado de sus nevados, el sabor inconfundible de su comida, la felicidad innata de sus gentes, la imaginación desbordada de Gabo, la increíble belleza de sus mujeres, el son melodioso de la música de nuestras regiones, la multiplicidad de cosechas del agro, la tenacidad laboriosa de los empresarios. En otros términos, Colombia se destaca por tantas cosas buenas que carece de sentido seguir vendiendo un ingrato pasado como si se tratara de un presente que se niega a desaparecer.
Como nación debemos aprender a dejar atrás la historia de oprobio mafioso que nos avergüenza y encarar el destino con la seguridad que da el saber que nos encontramos tejiendo nuestro futuro con los hilos correctos. Dejar de “exportar” la imagen negativa que nos acompañó generaciones atrás debe convertirse en una necesidad para productores y consumidores de la televisión nacional. Este es un acto de honestidad con el presente y de responsabilidad con las futuras generaciones que no están obligadas a cargar con el inri vergonzoso de otras épocas.
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