El mundo actual se derrumba en el caos. Desde el alba hasta el crepúsculo, palpitamos al compás de una vorágine que consume los días sin un destino cierto. Hemos dejado en el olvido valores esenciales mientras corremos en la búsqueda de un futuro que se compra y se vende, aunque en realidad no existe ningún futuro que transar.
Con los primeros rayos de un potente sol imperial que debería ser el preludio de un renacer espiritual y una consagración al creador, aún en el lecho miramos a la izquierda y hacia abajo y se inicia un proceso catártico para asimilar la oscura verdad que golpea la vida: La rebeldía de los hijos adolescentes, la desesperanza que rompe la familia, la tristeza por la agonía de su semilla, el dolor por las pérdidas irreparables, las pasiones abandonadas que han perecido en el paso del tiempo, las oportunidades ignoradas por una inexplicable desidia. Sabemos que el hombre adulto construye el porvenir con los despojos de sueños rotos que llamamos experiencia y, lleno de valor, da el primer paso.
Las primeras horas de la jornada no son mejores. Guerras en lejanas latitudes que gracias a la globalización las importamos como propias, la bajeza humana disfrazada de buenas intenciones en los candidatos presidenciales, noticias nefastas que llegan a nuestros oídos en la primera vianda y que recorren cada línea del código penal, perspectivas desalentadoras para el futuro del país, la pérdida de nuestra vitalidad y ahorros gracias al vaivén de la economía es, en suma, el alimento emocional que recibimos sin parar, día tras día, hora tras hora. Quien padece este acoso rapaz, observa el ocaso y con él la lobreguez de un alma que crepita al compás del reloj en espera del llamado final que le habrá de liberar de la pesadez en la cual se ha convertido su existencia.
Que no nos sorprenda. Esta apocalíptica descripción de una vida al borde del abismo no es lejana a la cotidianidad del hombre promedio. Nuestro entorno se ha hecho insoportable y respirar se convierte en un esfuerzo que en ocasiones carece de sentido. De repente, un haz de luz nos ilumina y un magnánimo poder divino nos invade. Comprendemos que persistir en el camino toma un dulce sabor a sacrificio y le damos un valor espiritual al esfuerzo que nos impulsa a continuar sin parar.
Hemos construido nuestros días sobrevalorando la complejidad, creyendo erróneamente que la felicidad está en adentrarnos en laberínticos senderos que no conducen a ninguna parte. Abrumados por una sociedad que grita sin parar llega el momento de volver a lo simple. La delicadeza del silencio en el cual solo escuchamos los susurros de la creación, el melodioso fluir del agua que corre sin prisa para irrigar con vigor la tierra que le es dada, los animales que en cada sonido exhalan una bendición, los amigos sinceros que dan un abrazo en los trances más difíciles, el trabajo honesto que pone pan en la mesa y alegría en el corazón.
Lo simple es la esencia de la vida, es el centro de la existencia y la fuente del bienestar. Otros se regodearán en el fango que el mundo les otorga creyendo haber encontrado en las complicadas relaciones de poder o del conocimiento el elíxir de la verdad, pero en su lecho mortal no clamarán por los títulos otorgados o los libros que han escrito. Anhelarán un segundo más para dar un abrazo, para perdonar, para observar un nuevo amanecer, para sonreír, para dar gracias, para decir “te amo”, o simplemente para ver a través del cristal de una ventana.
¿Por qué recordar cuánto importan las simplezas? Porque mientras el oxígeno fluya por nuestros pulmones, tendremos la oportunidad de hacerlo y confirmar que, a pesar de las adversidades, de los muros infranqueables y de los enemigos despiadados, la misericordia de la creación se renueva cada día en nuestra existencia.
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